Impresiones
Si no existieran las pantallas: ¿a qué jugaríamos?

Periodista. Publicista.
La llegada de la tecnologia, con caída de la creatividad en los chicos. El recuerdo del barrio, volver a lo esencial.
Recuerdo con la nublada nitidez que te da la nostalgia, ver a mi viejo entrar con un paquete inconfundible por el patio de la casa de la calle Cortina, en mi Villa Luro natal. Hacía meses que soñaba con la Patineta (así es Millennials: ése era el nombre de lo que ustedes hoy llaman Skate) y sabía claramente que estaba exhibida en los escaparates de Gigante, el primer gran Súper de los 70 que quedaba en el mismo lugar donde hoy podés ver al francés de la letra C, frente al estadio de Vélez.
Nada era más importante en esos días que una Patineta. Ya había recibido en años anteriores, y de manos de un Papá Noel que seguro lo hacía con el aporte de mis hermanos mayores, la bicicleta, los botines Sacachispas, la camiseta de Independiente de tela piqué y hasta los guantes de boxeo y un Chevrón de plástico naranja que aún hoy recuerdo.
Pero la Patineta era superior. Implicaba pertenecer a una elite que nada tenía que ver con el barrio. Era otra cosa. Sus ruedas transparentes rojas, similares a una gelatina de frutillas recién hecha, eran un salto inigualable en la vida de un nene de diez o doce años que a esa altura lo único que tenía claro era que no podría jamás ser el goleador del Campeonato Metropolitano.
Y ahí estaba mi viejo, con un extraño paquete entre sus manos gruesas que jamás podría disimular una patineta. Esconderla era como si se hubiera intentado envolver un triciclo. Imposible. Hoy, cuando el tiempo me arrancó algunas cosas (entre ellas, a mis viejos) recuerdo la sonrisa de ese chico que ya no soy al ver el papel de regalo que se rompía vencido por la cuña delantera del juguete más deseado.
Por esos días, los juegos del barrio suponían una pelota, no siempre de cuero, y un par de zapatillas que no fueran las que estaban reservadas para el colegio. Con eso nos alcanzaba. Con eso y con algunos amigos que, desde ya, no tenían idea de lo que significaba un doble turno. Al colegio se iba de mañana o de tarde. El doble turno era en esos momentos hijo de la necesidad laboral de matrimonio. Y no de las ansias deuna mejor educación para tus hijos. A fines de los 70 y principios de los 80, los colegios de barrio eran de un Estado en el que los egresados sí eran gente con futuro. El doble turno era una pretensión que no estaba en la mente de nadie. Ni siquiera en la de los hijos de la acomodada familia americana que residía en la casa más linda del barrio, sobre Camarones al lado de la Ferretería, y que había viajado a los Estados Unidos tantas veces como vos al centro.
Lo cierto es que los juguetes tenían un encanto que hoy han perdido. Nada de teclas, nada de pantallas y, mucho menos, nada de jugar sentado. A lo sumo, jugabas en una silla a los Mis Ladrillos, el primo sin laburo del Rasti, con los que creabas ciudades, autos y hasta naves espaciales más hijas del entusiasmo que de los cálculos estructurales.
En los 70 y en los 80, sepan los adolescentes de hoy, jugábamos a lo que se podía. En un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados y nos deja perplejos y casi al borde del desánimo, los juguetes de nuestra infancia parecen pertenecer a una galaxia muy lejana. Aquellos juguetes argentinos de los años 80, con su encanto artesanal y su simplicidad, evocan una nostalgia que nos transporta a tiempos más sencillos. Sin ir más lejos, los autitos de carrera de plástico estaban heridos en su chasis por una tijera para que ingrese una cuchara y algo de masilla o plastilina. Eso los hacía capaces de ir derecho, de ser veloces y de disimular el diseño robusto y torpeque dejaba ver las costuras del plástico, para hacernos sentir como verdaderos pilotos de Fórmula 1.
Todo era bien distinto (ni mejor ni peor, distinto) a las consolas de videojuegos y las tablets que han invadido las habitaciones de nuestros hijos, ofreciendo experiencias virtuales que, si bien son entretenidas, los aíslan y limitan la interacción social. Los juguetes de hoy, sofisticados, con luces, sonidos y movimientos programados, carecen de la calidez y la imperfección de aquellos juguetes artesanales que nos acompañaron en la infancia. Sino, recuerden aquellos que han visto en vivo el último discurso de Perón si no es mejor conducir un pequeño Matchbox o el más humilde Mini Buby que uno de los vehículos del Gran Turismo que viene en la Play 5.
Me hablarán de la definición, de la capacidad de jugar con un realismo casi mágico, y hasta de la posibilidad que lo digital te ofrece para que el juego sea lo más pareceido ala vida que soñaste. Pero te aseguro que los sueños, los que se viven con los ojos cerrados o con un Duravit al borde de la vereda, superan por mucho a aquellos que se ven en la pantalla como un sueño soñado por otro.
Esos sueños son los mismos que podían tenerse cuando jugabas a La Escondida, donde el que contaba con los ojos cerrados, apoyado en la pared como llorando un desengaño mientras los demás se escondían, representaba la esperanza de hallar a tu mejor amigo. Si eras de los que se escondía, soñabas con ser el que hacía Piedra Libre para todos los compañeros, sin que esos compañeros fueran discriminados por idelogía alguna ni por grietas infames.
Los juegos como la Rayuela o las Bolitas resonaban en el patio y en la vereda con las risas de los chicos, creando una banda sonora única para el barrio. Menudo desafío era encontrar el árbol cuyas raíces cobijara las bolitas para que ni siquiera a través de una cuarta (el largo de una mano) pueda ser alcanzada y vencida. Tan difícil como desligarse por las noches del dolor de manos y dedos que resultaba de jugar al Punto con las figuritas redondas contra la pared.
El Punto o el Espejito requería de un talento especial. No era como el Chupi. El Punto o el Espejito eran para entendidos. Deslizar por tu mano la redondez de un cartón con la foto de Estanislao Killer o del marcador de punta Bujedo, era un arte ingualable. Y no era lo mio. Mis amigos y yo, algo más rústicos, preferíamos la humildad del Chupi o la Tapadita en la vereda o en el recreo del colegio. Hoy, el árbol para esconder a las bolitas casi no existe, las figuritas de cartón son historia, la Rayuela no te lleva al cielo y el silencio de las calles contrasta con los bocinazos y las sirenas de las ambulancias que anuncian tu destino.
El Elástico, que subía desde los tobillos hasta el cuello a medida que el desafío eramayor, constituía tal vez la variante femenina del cruel, doloroso y sin sentido “Cachurra Montó la Burra”. Padres nacidos en los 70: les dejo a ustedes la explicación de este juego. Me excede sostener que subirse a las espaldas de un montón de pibes echos mol, transpirados y excitados, al grito de quien sabe qué cosa, sea un juego. Aunque lo era. Tanto como hacer “una pared con la pared” mientras te sale el arquero a cubrir el arco formado por el árbol de la esquina y el umbral de Doña Clara.
El tiempo pasó y, aunque había que tomar el colectivo al Centro para disfrutarlos en Sacoa, debemos reconocer que los primeros videojuegos, como el Pong y la hipnosis de la pelota rebotando que inició una era, o el Space Invaders, con la tensión de la invasión alienígena, la adrenalina de los disparos y la defensa de la Tierra pixelada, despertaban una fascinación sin precedentes. La simplicidad de sus gráficos y la novedad de su interacción creaban una experiencia adictiva y emocionante. Los gráficos pixelados y los sonidos chirriantes de los videojuegos de los 80 evocan una sensación de nostalgia y asombro. Esos juegos, aunque primitivos en comparación con los actuales, sentaron las bases para la industria del entretenimiento digital. Y también generaron potreros y plazas vacías. Cuando te das cuenta que podes disfrutar de una Copa Libertadores de América digital, con alienígenas sentados frente a una pantalla creyéndose que tienen el talento de Messi, podés entender definitivamente que aquel Pac Man tiene algo de culpa en todo esto.
Cierro los ojos y la memoria me lleva de vuelta a esos años donde la diversión tenía sabor a tiza en las manos y las rodillas raspadas. Los ecos de las risas aún resuenan en mi cabeza, como fantasmas de tardes interminables.
A estas alturas, muchos de ustedes dirán que me ganó la melancolía, que estoy viejo y que la edad me ha ubicado bien lejos de las consolas. Lejos en lo físico y en lo intelectual. Es posible. Pero te invito a que esperes unos cuarenta y cinco años a ese chico que hoy ves sentado delante de una tablet. Y que lo invites a recordar su infancia y sus juguetes. Y si luego de esperarlo, escribe una nota en la que pueda recordar vagamente a su padre con una patineta envuelta en papel de regalo, entrando por el patio de su casa, abrazalo fuerte. Abrazalo y decile que no se vaya.
Pero apurate. Porque ese chicos sos vos, y el túnel del tiempo en el que vive la memoria se puede cerrar en cualquier momento.