Impresiones
Del ´85 al ´95: amores en cassette y el salto al abismo de un llamado

Periodista. Publicista.
La estrategia, la espera, un tema dedicado y las manos sudadas. El amor en tiempos donde se Amba sin relees ni likes.
Una década puede parecer mucho o poco. Depende de qué se trate. No es lo mismo esperar diez años a que alguien se enamore de vos, que envejecer a la par de quien ya te ama. Una vivencia se sufre, la otra se agradece. Pero esa diferencia la comprendemos sólo cuando el tiempo ya pasó, cuando uno sopla más de cincuenta velas y entiende que el calor de la torta no devuelve el pasado.
Einstein podría explicarlo mejor, pero los que empezamos a caminar entre mediados de los 80 y mediados de los 90 sabemos que el amor pasó demasiado rápido. Juventud desperdiciada por no saber que el tiempo no vuelve. En aquellos días, el amor se respiraba en los equipos de gimnasia, en la esquina del colegio, en las veredas de barrio.
Tal vez por una cuestión de clase media o por la comodidad del centro, enamorarse en los 80 era sencillo. No porque fuera fácil, sino porque era cercano. Menos edificios, menos gente, menos mujeres a quienes admirar. Más posibilidad de saber dónde vivía, qué auto tenían sus padres, o a qué playa iba en el verano. El barrio te daba una cercanía emocional, más allá de lo geográfico. El amor ahí tenía zoom.
Coincidir con una mirada que prometía amor eterno era, entonces, un milagro. En tiempos sin algoritmos, sin Tinder, sin reels, uno se enamoraba con un walkman amarillo al cinto y un cassette grabado con canciones de Air Supply. Conquistar un corazón demandaba tiempo, estrategia, ternura y cierta valentía. El cine era rito de iniciación. Compartir un helado en la plaza era un acto de intimidad. Las largas llamadas desde teléfonos a disco tenían una épica que los adolescentes de hoy ni sospechan.
No había "likes", había sudor en las manos antes de tocar el timbre. Y una ansiedad adolescente que se transformaba en vértigo si abría el hermano mayor. Si tenías suerte, te ibas caminando con ella y te quedabas con esa sonrisa suya como pasaporte a un nuevo llamado. Éramos jóvenes, ingenuos, y creíamos que una sonrisa era promesa.
Y estaban los asaltos. Fiestas adolescentes en terrazas, con padres en la planta baja y chicos con más expectativa que experiencia. Había quienes bailaban bien y quienes —como yo— hablaban de fútbol con otros condenados al rincón. También estaba la Discoteca, que se escribía con mayúscula. Lugar de encuentros, tropiezos fingidos, vasos de Teem derramados "accidentalmente", y estrategias más torpes que eficaces.
Y estaba la radio. Llamar a Rivadavia, pedir una canción “para esa persona especial”, y rezar para que ella la escuchara. Era un salto sin red, entre el heroísmo y el bochorno. Pero uno lo intentaba igual.
La cinta de cassette era el último recurso. Una selección cuidadosa de temas que intentaban decir lo que no te animabas a decirle a ella. Si te respondía con otro cassette, había química. Si lo perdía o decía que no tenía pasacassette, la historia terminaba ahí.
También estaban los encuentros “casuales”. Aparecer donde sabías que iba con sus amigas. Plaza, heladería o la puerta del vecino. A veces funcionaba. A veces no. Pero se intentaba.
Los 80 fueron nuestra comedia romántica involuntaria. Peinados imposibles, torpezas memorables, caminatas largas y silencios incómodos. Pero todo era auténtico. El amor era torpe pero sincero. Y la nostalgia de hoy tiene la textura de un suéter de lana y el sonido de un cassette gastado.
Recordar esos años no es quedarse en el pasado. Es rescatar lo que aún puede guiarnos: la pausa, la mirada, la espera. En un mundo de inmediatez, el eco de aquellos años sigue sonando en mi memoria como una canción de Roxette que no se apaga.
Y mientras la vida avanza —con más canas, menos pelo y más certezas— sigo creyendo que el corazón, como el viejo cassette, siempre encuentra la manera de rebobinar.