Ideología con sello de clase
¿Quién paga los costos del wokismo?

Licenciado en Ciencia Política y escritor.
Se presenta como lucha por la justicia social, pero opera como símbolo de estatus cultural entre las élites. Mientras tanto, los costos reales —familiares, sociales y económicos— recaen sobre los sectores populares. El “despertar” progresista tiene su precio… y no lo paga quien lo predica.
Terminándose el siglo XIX, Thorstein Veblen publicó un libro que se convertiría en un clásico de la literatura sociológica: La teoría de la clase ociosa (1899). En él, desarrolla la idea de que las pautas de consumo reflejan estrategias de diferenciación social, con las que las clases altas demuestran su estatus y refuerzan su propia distinción.
Si este enfoque resultó novedoso, fue porque entrevió en el consumo material toda una dimensión simbólica que excedía la lógica meramente utilitaria. Esta idea general ha sido continuada por sociólogos contemporáneos y estudiosos de la sociedad de consumo, como Lipovetsky o Baudrillard.
Sin embargo, la democratización del consumo que impulsa el sistema capitalista ha erosionado la eficacia de la diferenciación meramente material. El acceso de las masas a bienes y servicios que anteriormente les estaban vedados ha vuelto menos eficaz ese mecanismo de distinción. El recambio cada vez más acelerado de la moda y el culto a las marcas no siempre bastan para consagrar la diferencia: ya no resulta evidente, a simple vista, el origen social.
En este contexto se inscribe la revalorización de otra estrategia que, ante la democratización del consumo material, apuesta ahora por lo ideal. Que sean las ideas —expresadas en un lenguaje para iniciados, acompañadas de signos de reconocimiento exclusivos, códigos y rituales— las que constituyan el soporte de la diferenciación social.
A muchos ha llamado la atención el hecho de que el wokismo —esa metaideología que advierte relaciones de opresión por doquier— se haya afincado tanto en las clases sociales más altas, y tan poco en las bajas. Esto resulta especialmente evidente cuando se constata que a dicho movimiento le cuesta sobrepasar las fronteras del campus universitario, y que jamás llega a los barrios populares: en el mejor de los casos, cristaliza en la nueva serie de Netflix o en la remake de Disney.
Gran parte de este fenómeno se debe a las estrategias de distinción social. Contra todas sus intenciones declaradas, el wokismo ha funcionado como un conjunto de ideas, signos y gestos que revelan, ante todo, un estatus social: educación superior, capital cultural adquirido en ambientes “de avanzada”, consumo simbólico refinado y, muy especialmente, familiaridad con los códigos del progresismo global.
Esta relación entre el wokismo y las clases altas se explica, en gran medida, por el lugar que ocupan las universidades en la estructuración simbólica del espacio social. Lejos de ser instituciones neutras dedicadas al conocimiento, las universidades funcionan hoy como centros de producción y legitimación cultural, donde se consagran ciertos discursos como signos de pertenencia a una élite cultural. En ese sentido, el wokismo no es simplemente un conjunto de ideas críticas, sino un repertorio simbólico que opera dentro y fuera del campo académico como capital cultural.
Siguiendo una noción formulada por el psicólogo social Rob Henderson, podríamos decir que el wokismo es una “ideología de lujo”. A diferencia de un bien material de lujo, esta se compone de un determinado lenguaje, de ciertas causas y demandas, e incluso de un repertorio de indignaciones prefabricadas, que no apuntan tanto a transformar la realidad como a exhibir una pertenencia social. Su función, mucho más que emancipadora, es distintiva.
Ahora bien, Henderson acierta cuando señala que estas ideas y opiniones le confieren a las clases altas que en ellas se recuestan un estatus simbólico a muy bajo costo, mientras que el costo real suele recaer sobre las clases bajas. En este sentido, Henderson ha comentado lo siguiente:
El privilegio de los blancos es la creencia de lujo que me llevó más tiempo comprender, porque crecí rodeado de muchos blancos pobres. Los graduados universitarios blancos adinerados parecen ser los más entusiastas con la idea del privilegio blanco, pero son los que tienen menos probabilidades de incurrir en costos por promover esa creencia. Más bien, elevan su posición social al hablar de sus privilegios. Cuando se implementen políticas para combatir el privilegio de los blancos, no serán los graduados de Yale los perjudicados. Los blancos pobres serán los más afectados.
La misma lógica vale para el resto de las causas asociadas al discurso woke: los costos no recaen sobre sus promotores —consustanciados con su sofisticado neolenguaje y sus símbolos exclusivos, que les rinden beneficios en términos de posición social—, sino sobre las personas más humildes. Así, el desfinanciamiento de la policía —que tanto ha pedido el wokismo en Estados Unidos, por ejemplo— no afectará a los jóvenes acomodados del campus universitario, que viven en barrios seguros, sino a los habitantes de las zonas más peligrosas de la ciudad. Lo mismo ocurre con los ataques a la familia, el matrimonio y la monogamia: no es lo mismo nacer en una familia monoparental rica que en una pobre. Es sabido que la descomposición de la estructura familiar afecta profundamente a las clases bajas. Ocurre algo similar con la normalización de la obesidad: mientras las clases altas, con acceso a servicios de salud de calidad, pueden abrazar esta “inclusiva idea” sin consecuencias inmediatas, los sectores populares, si la adoptan, terminan enfrentando problemas de salud cuya atención les resulta especialmente costosa. Y lo mismo vale para la promoción del transgenerismo: los trans ricos son celebrados en el campus; los trans pobres sobreviven, muchas veces, en los márgenes de la prostitución.
En definitiva, el wokismo no ha podido ingresar en el dominio de los sectores populares porque está diseñado especialmente contra ellos. Lo que se presenta como conciencia crítica —un supuesto “despertar”— no es más que una coartada moral de las élites para reafirmar su superioridad simbólica. Mientras tanto, los sectores populares —ajenos a ese sofisticado juego de señas y performatividades— siguen pagando el precio de las buenas conciencias con cargo académico, cátedras de género y diplomaturas en deconstrucción.