Día Mundial de la Salud: una mirada desde el consultorio
Cuando el cuerpo no explica el dolor

Psiquiatra
En Argentina, donde 1 de cada 4 personas presenta síntomas de ansiedad o depresión, la salud mental sigue siendo un tabú. Entre el aumento del consumo de psicofármacos y el silencio de los consultorios, un reflejo de lo que preferimos ignorar.
El consultorio a veces es un lugar frío, despersonalizado, que huele a desinfectante y a silencio. Las paredes, de un blanco gastado, tienen ese aire clínico que parece absorber las palabras antes de que lleguen a ser dichas. La luz del tubo fluorescente parpadea de vez en cuando, como si dudara en iluminar lo que pasa ahí dentro. Es 7 de abril, Día Mundial de la Salud, y mientras el mundo habla de presión arterial, colesterol o infecciones, yo pienso en la salud que nadie quiere ver: la mental. Esa que se esconde detrás de puertas cerradas, recetas rápidas y miradas esquivas.
Recuerdo a una paciente que entró al consultorio, con el pelo desordenado y una seriedad pálida. “No puedo dormir, doctor”, me dijo, mientras sus manos temblaban sobre el bolso. No era la primera vez que el Dr. Santiago Catalán Pellet, reumatólogo y amigo, me derivaba un caso así. Él llevaba meses siguiéndola por un cuadro de poliartralgias e insomnio, pero los análisis de laboratorio y el examen fisico no mostraban nada. “Santi, este paciente es para vos. Hace meses intento convencerla, pero dice que ir al psiquiatra es para locos”, me comentó. Ese trabajo en equipo, esa red de confianza entre colegas, es lo que a veces permite encender una luz donde otros solo ven sombras. Pero no es fácil hablar de “locura” o depresión. El tabú es una barrera invisible: para muchos, la salud mental sigue siendo sinónimo de debilidad, de vergüenza, un estigma que pesa más que los frascos de pastillas olvidados en los cajones. En Argentina, donde el psicoanálisis tuvo un auge único en el mundo durante el siglo XX, la salud mental sigue cargando con un estigma contradictorio: hablar de la mente es aceptado en ciertos círculos, pero buscar ayuda profesional aún se asocia con la locura. Es una herencia cultural que nos cuesta desarmar, y que se refleja en cada consulta donde el miedo a ser etiquetado pesa más que el deseo de sanar.
Ella me contó que llevaba al menos una década tomando alprazolam. “Es lo único que me calma”, insistía. Benzodiacepinas. Esa palabra resuena como un eco en las consultas, casi como una herencia familiar. “Me lo dio mi madre, que también lo toma; se lo indicó la ginecóloga antes de un procedimiento”. En Argentina, el consumo de estos psicofármacos no para de crecer: según la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA), en el primer trimestre de 2023 se registró un aumento significativo en la venta de hipnóticos y sedantes, con el clonazepam liderando como el más recetado, representando el 51% de los psicofármacos dispensados.
Cuando le pregunté cómo se sentía, bajó la mirada. “No sé cómo explicarlo… es como si mi cabeza fuera un cuarto oscuro y yo no encontrara la salida, y el cuerpo una cárcel de dolores”. Expliqué que el abuso de benzodiacepinas no era la solución para lo que le pasaba. Esas pastillas, pensadas para crisis puntuales, se habían convertido en una muleta a largo plazo, un error demasiado común. “Vamos a intentar con otras medicaciones, lo que te pasa tiene nombre y se puede tratar”, le dije. Pero la resistencia fue inmediata: “Eso es para locos, doctor. Yo no estoy loca”. El miedo a nombrar el problema, a aceptar un diagnóstico, es tan fuerte que las pastillas se vuelven un refugio antes que una puerta de salida.
El tabú no solo está en los pacientes. También está en nosotros, los médicos. A veces no sabemos derivar, no tenemos redes sólidas de colegas que nos ayuden a pensar al paciente de manera integral. El sistema de salud, tanto público como privado, no siempre facilita este trabajo en equipo. La falta de recursos, las listas de espera interminables y la escasa formación en salud mental para médicos de otras especialidades hacen que muchos pacientes queden atrapados en un limbo, buscando respuestas en pastillas en lugar de en un tratamiento integral. Hay quienes llegan desesperados, rebotando entre especialidades, buscando paz para un dolor que no se ve en una radiografía. Y mientras tanto, el consumo crece. Argentina es uno de los países con mayor uso mundial de psicofármacos. Según un informe de IQVIA, entre 2019 y 2022 el consumo de antidepresivos subió un 17,3% en la región, y los ansiolíticos un 9%. Las benzodiacepinas —lorazepam, clonazepam, alprazolam— reinan en este juego. El abuso de benzodiacepinas no solo perpetúa el problema, sino que lo agrava: dependencia, deterioro cognitivo y un riesgo de sobredosis que, según la Organización Mundial de la Salud, ha aumentado en un 30% en la última década en países con alto consumo como el nuestro. “Si no las tomo, no funciono”, me dijo una vez esa paciente, con ojeras profundas y voz apagada. Pero funcionar no es vivir.
El 7 de abril también deberíamos hablar de esto. No solo de cuerpos sanos, sino de mentes rotas. En el consultorio, entre el tic-tac del reloj y el sonido de una lapicera garabateando recetas, se juega una batalla silenciosa. La salud mental no es un privilegio ni un tabú; es un pilar esencial de nuestro bienestar. Pero mientras sigamos tapándola con pastillas, resistencia y palabras vacías, seguiremos viendo almas que se apagan bajo la luz fría de un fluorescente que nunca termina de encenderse. Quizás el primer paso sea hablar más, educar más: campañas que desmitifiquen la salud mental, capacitaciones para médicos de todas las especialidades, y un sistema que priorice el acceso a tratamientos integrales. Porque la salud mental no debería ser una sombra en el consultorio, sino una luz que nos guíe hacia una vida más plena.