Vieja escuela
El bodegón como lugar de culto de todo porteño

Sommelier.

En la Ciudad de Buenos Aires las ofertas gastronómicas las encontramos a la vuelta de la esquina, pero a la hora de elegir su lugar preferido todos los citadinos no dudan en volver a las raíces, los bodegones.
Toda mi vida me fascinaron los centros y clubes de barrio, y esos bodegones que reflejan a la perfección la idiosincrasia de cada lugar. La conexión viene de chico, creo que mis viejos me la pasaron. Siempre decían que donde mejor se come, casero y a buen precio, es en esos rincones escondidos de cualquier parte del país. Algunos más pintorescos que otros, pero todos tienen algo en común: alma pura. Alma de servicio, de tradición, de cultura del buen comer, de irte satisfecho y con una sonrisa. Esa es la idea de esos lugares, muchos de los cuales se viven casi como casas, donde te hacen sentir como en tu propio hogar. Esa es la intención, creo yo.
La mayoría de estos templos rinden homenaje a tradiciones bien conocidas por muchos de nosotros: los manteles a cuadritos, las servilletas blancas con nombres bordados, los mozos vestidos con ese toque de gala, fotos de la época con algún famoso, la barra de madera con los jamones colgando. Todo forma parte de esa atmósfera. La atención a la mesa es sin lápiz ni papel, la memoria de los camareros es casi perfecta. A veces, eso sí, te vuelven a preguntar si el agua es con o sin gas, pero eso es parte del lugar. Se habla fuerte, pero sin llegar a molestar a la mesa de al lado. El bullicio se siente en la mesa del fondo, la de los chicos que reservan todos los jueves después del fulbito. O en la de esos cuatro amigos que, la semana pasada, ya estaban armando el plan para reunirse en su bodegón favorito, ese al que no podés esperar para volver y hablar hasta que ya no podés más. Tienen algo especial, es como una cuestión de fe entre la comunidad de los bodegoneros.
La mayoría de las veces, ya vas decidido con lo que vas a pedir, pero puede pasar que lo que elija otro comensal te cambie de idea. Entonces, arrancamos con la bebida: tinto y soda, para empezar a celebrar. El tinto de la casa suele ser un todoterreno, o quizás algún López o Norton clásico que siempre te hace el aguante. Pero, ojo, siempre con un sustito de soda.
A la hora de mirar la carta, cada lugar tiene su especialidad. Algunos tienen una obra maestra en el menú, y lo bueno es que dependiendo de lo que te apetezca en el momento, la elección del bodegón puede variar, pero siempre seguiremos siendo fieles a ellos. A veces, elegir el plato puede llevar un par de minutos, y hasta generar alguna controversia, como cualquier pequeño encontronazo en una cancha de fútbol. Lo ideal es saber si se pueden compartir los platos, pero eso no pasa muy seguido. Tal vez ahora, con la plata no alcanzando tanto, es más común pedir un plata para dos, es una decisión del momento y el hambre. Mucho cuidado con dejar migas en el plato, no va a pasar nunca desapercibido; siempre te vas a llevar algún comentario al respecto: no existe posibilidad que queden sobras. Para muchos es un código sagrado.
Si hay espacio para el postre, metemos flan con dulce de leche, queso y dulce, o un buen budín de pan. Pero, como siempre, todo depende de lo que vaya pasando.. Cada mesa es una película, una obra maestra.
Si se come bien y a buen precio, es motivo de charla para toda la semana. En tiempos de hoy, algunos se atreven a dejar alguna reseña positiva. Si uno no salió conforme del lugar, por el motivo que sea, queda grabada como un pacto sagrado de confidencialidad entre los comensales de ese día. El silencio vale más que mil palabras.
Sin duda, lo más maravilloso de todo es el punto de encuentro: esas charlas que cambian minuto a minuto, con la mesa llena de migas de pan, hablando de cualquier cosa sin parar. El placer de compartir y disfrutar del momento, despejar la mente de lo que nos tiene preocupados. La mística del bodegón, eso no lo va a igualar nadie jamás.
A continuación, les dejo un listado de algunos bodegones porteños:
. Restaurant Norte, el de la calle Talcahuano, con su pollo a las dos olivas y su carré de cerdo a la mostaza.
. Varela Varelita, ideal para media tarde: sánguche y un vermú.
. Zum Edelweiss, un histórico bodegón alemán pegado al Teatro Colón en plena zona de tribunales. Fue uno de los lugares favoritos de Alberto Olmedo, y hoy también lo es para mi amigo Julio “Doble Jota” Polleri y para mí.
. Club Social Gral. Alvear, buenas milanesas para compartir.
. O´toxo, sus gambas al ajillo son una delicia.
. Iñaki, templo español de la ciudad porteña. Mariscos, su especialidad.
. Parrilla Barbacoa o parilla Peña, fuegos y carnes.
. El Puentecito, tortilla de papas, minutas y mariscos.
. El Rincón, marchar el bife de chorizo con papas fritas, y con huevo frito es lo ideal.
. Olivera, un lugar más moderno pero que se come casero y muy rico.
Y así, la lista podría no tener fin. Cada lugar tiene su propia magia y un toque especial que cada uno guarda en lo más profundo de su corazón.
¡Chin Chin!