Decadencia parlamentaria
Congreso: del bronce al barro, de Sarmiento a Pagano

Historiadora y Periodista

Argentina supo tener legisladores como Sarmiento, Mitre y Palacios. Hoy, el Congreso es escenario de papelones.
Hubo una época —no tan lejana como quisiéramos creer— en la que los debates parlamentarios eran ejercicios de razón, cultura y visión de futuro. Una época en que el Congreso Nacional argentino no era un escenario de escándalos y zancadillas mediáticas, sino el corazón de un proyecto republicano. Allí discutían con pasión hombres como Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, José Mármol, Nicolás Avellaneda, Leandro N. Alem, José Hernández, Juan B. Justo y los más modernos Alfredo Palacios, Carlos Saavedra Lamas -premio Nobel de la Paz- y Lisandro de la Torre, entre tantos. No eran ángeles: combatían, se odiaban, se traicionaban a veces. Pero había algo superior que los guiaba: la idea de construir una Nación.
Hoy, en cambio, el Congreso aparece degradado. Convertido en un escenario de griteríos, empujones y descalificaciones. Lo que antes era un foro deliberativo, ahora se asemeja a un ring sin reglas. Con diputadas que tratan a otras de “gatos” o hablan de “meterse la Constitución en el culo”, perdiendo todo atisbo de feminidad y educación. Mientras tanto, la ciudadanía observa cómo sus representantes se comportan con una vulgaridad que insulta no solo la historia institucional argentina, sino también la inteligencia colectiva.
De las ideas al circo
No hay que idealizar el pasado. Aquel Congreso también estuvo atravesado por intereses, conflictos, maniobras. Pero había, aun en la discordia, una densidad intelectual y un compromiso con el destino común. Pensemos en Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, constructor de escuelas, defensor de la educación pública. O en Bartolomé Mitre, historiador y traductor de Dante, fundador de diarios y de debates. O en José Mármol, poeta romántico, autor de Amalia, capaz de llevar la estética literaria al campo de lo político. ¿Qué tenían en común? El respeto por la palabra, por la ley, por la posibilidad de un país mejor.
Incluso cuando las diferencias personales eran profundas, supieron trabajar juntos. Un ejemplo señero es la sanción de la Ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria. La Argentina la promulgó en 1884, antes que muchos países europeos. La ley fue impulsada en medio de tensiones políticas y personales entre el presidente Julio Argentino Roca y Sarmiento, pero ambos entendieron que había algo más grande que su rivalidad: la necesidad de formar ciudadanos. Como bien escribió Sarmiento: “La palabra ‘democracia’ es una burla, donde el gobierno que en ella se funda, pospone o descuida formar al ciudadano moral e inteligente.”
Esa ley, nacida de un Congreso que discutía con argumentos, fue la base del alfabetismo masivo y del crecimiento económico que seguiría en las décadas posteriores. Fue una decisión que trascendió a sus autores y transformó generaciones.
Hoy, el contraste duele
Frente a ese legado, lo que ocurre hoy en el Congreso argentino es, simplemente, una vergüenza. Las últimas sesiones han sido una sucesión de escenas grotescas: insultos personales, gritos, empujones entre legisladores, sesiones levantadas en medio del escándalo. El debate se ha vuelto imposible. Se legisla en estado de confrontación constante. No hay deliberación, hay exhibicionismo. No hay argumento, hay slogan. No hay grandeza, hay mezquindad.
Y lo más alarmante es que no se trata de un hecho aislado, sino de una degradación sostenida en el tiempo. La política se ha vaciado de contenido y el Congreso —lejos de ser el lugar donde se corrige el rumbo— se ha convertido en el espejo de esa decadencia.
Un país que olvida su historia, repite sus errores
Esta no es una oda al pasado, sino una advertencia para el presente. La democracia no se construye solo con urnas, sino también con instituciones fuertes y dignas. Y el Congreso es, o debería ser, la madre de todas las instituciones. Si su prestigio se diluye, si la palabra pierde valor, si el debate cede ante la violencia simbólica o literal, entonces peligra el sistema mismo.
La Argentina necesita volver a tener legisladores que estén a la altura de su historia. Que no se griten en la cara como niños caprichosos, sino que se escuchen como adultos responsables. Que no busquen protagonismo, sino el bien común. Que no usen la banca para agredir, sino para pensar.
No se trata de añorar el bronce ni de exigir próceres perfectos. Se trata, simplemente, de recuperar la dignidad de la política. Porque un país que tuvo a Sarmiento en el Congreso no puede resignarse a esta decadencia. No sin luchar. No sin decirlo.