Una tragedia entre salones y mármol
Rufina Cambaceres y el misterio de su tumba

Historiadora.
Murió a los 19 años, en su cumpleaños, y su historia se convirtió en la leyenda más macabra de Recoleta.
La creencia en espíritus que vagan sin rumbo ni consuelo, anclados entre este mundo y el otro, parece no tener fecha de caducidad. Lejos de desaparecer, se transmite de generación en generación y encuentra en los cementerios un escenario natural. Es en esos silencios de mármol, entre ángeles de bronce y epitafios gastados, donde estas almas parecen encontrar su lugar. Y es precisamente allí, entre la mitología y la Fe, donde tropieza la historia de Rufina Cambaceres, cuya muerte sigue despertando tanto curiosidad como estremecimiento.
Sus padres, el célebre escritor Eugenio Cambaceres y la artista de origen italiano Luisa Bacichi, sostenían un romance que en su momento fue tanto clandestino como escandaloso. La llegada de Rufina, según se dice, fue inesperada pero no por eso menos celebrada. Eugenio, hombre de letras y figura influyente de la elite porteña, tenía fama de mujeriego empedernido. Sus deslices amorosos y su reputación libertina generaron más de un escándalo en los salones porteños. Sin embargo, en la tibieza de Luisa pareció encontrar una calma extraña, una suerte de equilibrio emocional que contrastaba con su vida agitada.
Durante los primeros años de Rufina, la familia dividió su tiempo entre Europa y Argentina. Fue recién en 1887 cuando la pareja formalizó su vínculo con una boda en Francia. Pero la felicidad fue breve. La tuberculosis, enfermedad que aquejaba a Cambaceres desde hacía años, avanzaba sin piedad. Murió el 14 de junio de 1889, en la casa de su amigo Carlos Pellegrini y acompañado por Luisa, quien lo sostuvo de la mano hasta el último aliento.
Pero Cambaceres, siempre dispuesto a sacudir las normas sociales, generó una última controversia con su herencia. El autor que ya había causado conmoción con sus novelas naturalistas volvió a escandalizar a la sociedad desde el más allá: estaba prácticamente en la ruina, con propiedades hipotecadas dos veces. Aquel legado económico fue un golpe duro para Luisa, quien, lejos de caer en la desesperación, decidió enfrentar la adversidad con entereza. Así lo relata Rodríguez Rocha en uno de sus textos más detallados sobre la familia:
“En 1893 decidió poner en arrendamiento la estancia El Quemado, de General Alvear, Provincia de Buenos Aires. Se presentó para arrendar el campo un hombre llamado Hipólito Yrigoyen. Ella lo conocía de nombre, sabía quién era, a qué se dedicaba, pero nunca lo había visto en su vida. El mismo día de la firma del contrato trabaron amistad y acordaron de palabra, sin papeles ni rúbricas. Luisa quedó cautivada por la personalidad especial de su nuevo amigo, de quien se enamoraría perdidamente”.
Aquel encuentro con el líder radical no solo salvó la economía familiar sino que transformó sus vidas para siempre. Desde entonces, Luisa y Hipólito Yrigoyen no se separaron hasta el fallecimiento de ella, ocurrido en 1926. Fruto de aquella unión nació Luis Herman, el 7 de marzo de 1897, aunque Yrigoyen nunca lo reconoció oficialmente. En ese tiempo, Rufina —ya adolescente— encontró en Hipólito no un padrastro, ni un amante, como afirmaron los más morbosos, sino una verdadera figura paterna. Fue una relación de afecto, contención y guía.
Los años parecían transcurrir con serenidad, hasta que el 4 de mayo de 1902, una tragedia quebró esa calma familiar. Durante la celebración de su cumpleaños número diecinueve, Rufina murió repentinamente, desatando una ola de consternación en la alta sociedad porteña. El diario La Nación, dirigido entonces por Bartolomé Mitre, publicó al día siguiente una estremecedora crónica:
“Después de despedir a sus amigas, la Señorita de Cambaceres pasó a sus habitaciones a fin de vestirse para ir a la Ópera y, cuando todavía vibraba en el ambiente el eco de sus risas casi infantiles, una afección fulminante la derribó, rígida y yerta entre las galas con que se disponía a ataviarse.
No intentaremos describir el cuadro. La fatalidad tiene a veces estas crueldades implacables que exceden en su ensañamiento a toda imaginación.”
El impacto fue tal, que pronto comenzaron a circular versiones sobre su muerte que rayaban en lo sobrenatural. Se dijo que había sido enterrada viva, víctima de una crisis de catalepsia que fue mal diagnosticada. La muerte aparente, tan temida por los médicos del siglo XIX, dio pie a múltiples leyendas urbanas.
Como bien señala Rodríguez Rocha, este temor no era infundado. Las normativas sanitarias de la época, muy conscientes del riesgo, establecían precauciones para casos como el de Rufina:
“En Argentina, la reglamentación vigente al momento que Rufina Cambaceres fue sepultada, regía desde el año 1868, y establecía que en casos de muerte repentina o con pocas horas de enfermedad, el cuerpo debía reposar durante treinta horas en algún salón de observación y con la tapa del ataúd sin cerrar. Rufina fue velada durante veinte horas (…) No obstante, tampoco hay en existencias ninguna documentación oficial que registre alguna incidencia posterior al sepulcro.”
Los relatos orales ganaron fuerza con el tiempo. Testimonios no oficiales afirmaron que, al día siguiente del entierro, el ataúd fue hallado movido, incluso con señales de haber sido abierto. Esta hipótesis se ve reforzada por otra voz autorizada, la del renombrado forense Osvaldo Raffo, quien escribió en su blog:
“Las versiones de lo ocurrido son variables, al día siguiente del ingreso al cementerio, el féretro se halló ladeado, otras versiones aseguran que la tapa estaba rota, o que el cuerpo se hallaba en la puerta de bóveda.
Yo pienso que no se trató de un caso de catalepsia, sino de profanación del cadáver, con fines de robo, o lo más probable, de necrofilia (Acto sexual con cadáver)”.
Aunque esa hipótesis resulta aún más espeluznante que la catalepsia, lo cierto es que nunca se pudo comprobar ninguna de las versiones. Sin embargo, el silencio y la oscuridad del Cementerio de la Recoleta contribuyen a mantener viva la leyenda. Aquella joven que reía y soñaba con la ópera parece seguir allí, errando entre estatuas y mausoleos.
Dicen que a veces se la ve entre las sombras, deambulando con su vestido blanco entre las cruces, como si aún esperara asistir a aquella función de ópera que la muerte le negó.