Herencia de vida
El Don Valentín de mi abuela Margarita

Sommelier.
La familia no necesita ser perfecta, necesita ser unida.
Hace algunos días regresé de Mendoza, donde realicé un viaje de trabajo acompañado de un gran amigo con quien comparto muchas cosas en común, como el vino y los valores familiares.
Fueron cuatro días de charlas sobre diversos temas, tanto laborales como más personales. Fue una experiencia que me hizo bien, que nos hizo bien. Un viaje que me dejó muchos recuerdos. A continuación, quiero compartir con ustedes uno de ellos:
Era una sana costumbre ver a mi abuela Margarita, o "Poly", como la llamábamos en la familia, en la cabecera de la mesa, siempre recibiéndonos con una sonrisa cálida y dispuesta a compartir un rato con la familia unida. Aunque vivía sola, la presencia de mi abuelo Raúl permanecía en cada rincón de la casa, cargada de historias fascinantes. Su departamento, a tan solo una cuadra del nuestro, sobre el taller mecánico Ferrero Frenos, la empresa familiar, un lugar de culto. A veces, me resulta extraño e incluso nostálgico pensar que los recuerdos de esos momentos siguen tan vivos en mi memoria.
En mi recuerdo, lo primero que se me viene a la cabeza es lo feliz que me hacía que llegara el día y la hora para salir corriendo e ir a dormir a su casa. solía ir bastante seguido. Llegaba asombrado por la clase y el estilo con la que manejaba todo. Una mujer que lograba brillar con cada gesto. Siempre vestía de colores, innovadores para la época, con su anillo de leoncito, y su casa repleta de flores coloridas y perfumadas, sus preferidas eran las margaritas. Se creaba un ambiente único y todo parecía mágico y glamoroso. A decir verdad, lo que realmente me asombra es lo adelantada que estaba para su tiempo. Las ensaladas que preparaba eran tan vanguardistas e innovadoras y muy difíciles de encontrar en alguna casa otro pariente o amigo. Por ejemplo: hojas verdes con manzana, pera, queso azul y nueces. Otro plato infaltable eran las pastas del Domingo.
Para que quede claro: se cocinaba de forma sencilla, pero siempre con mucho amor y un toque de glamour. ¡Mama mía! Qué mal hemos hecho las cosas; solo de pensar en platos sin alma, sin vida, me revuelven las entrañas. Quienes amamos el placer de la buena comida sabrán de lo que hablo. No hay nada como una comida casera, hecha con cariño en casa. Y lo que nunca faltaba en su mesa era la botella de tres cuartos de Don Valentín lacrado, un clásico de Bodegas Bianchi. Ese vino era un verdadero tesoro en las comidas familiares, una joya que daba un toque especial a cada encuentro. No solo por su valor como vino, sino por lo que representaba: un acto casi religioso de unión familiar. En su casa, no era solo una bebida; era un puente que unía generaciones, una costumbre que se transmitía casi como una herencia, como una forma de vivir. En cada brindis, en cada copa servida, nos sentíamos parte de algo más grande, algo que iba más allá de la comida: éramos parte de una tradición, de un legado de valores que hoy, tristemente, parecen perdidos.
Poly no solo era una mujer con un estilo tremendo, también era el corazón de una casa llena de cultura, de valores sólidos, de esos que ya no se encuentran fácilmente. En sus pasillos, colgaban pinturas de artistas amigos de la familia, como si su casa misma fuera una galería de arte. Las tertulias que allí se generaban, entre risas, historias y, por supuesto, el sonido del vino sirviéndose en copas, eran momentos que nos dejaban una huella imborrable. A veces, me pregunto si hoy en día, en tiempos de prisas y pantallas, seremos capaces de recrear ese tipo de momentos tan sencillos pero muy profundos.
Esa costumbre de compartir el vino, de disfrutar cada copa y cada conversación, nos ha acompañado generación tras generación. En nuestra familia, hacemos valer esa tradición. Don Valentín no fue solo una botella de vino; fue testigo de grandes encuentros que se quedaron grabadas en nuestra memoria, como recuerdos que nunca se irán. Y lo digo en plural, porque esos momentos no fueron solo míos, sino de todos los que compartimos esas mesas. Y como familia, esos vivencias se atesoran y se mantienen latentes, y se transmiten a las otras generaciones, para que, algún día, ellos también entiendan la importancia de valorar los pequeños detalles, como el de un buen vino y la magia de una charla junto a los que más queremos.
Yo aprendí observando, escuchando, preguntando y curioseando, pero la familia fue y es, mi guía y, el Don Valentín Lacrado de mi abuela Margarita.
Te extraño mucho.
Salú a mi winelover preferida.