Entre guerras y peones
De Hitler a Fidel: una historia política del ajedrez

Historiadora.
Los nazis lo declararon “deporte de lucha nacional”, los presos lo usaron como refugio y el Che lo jugó con pasión.
En la Alemania gobernada por Adolf Hitler, el ajedrez no solo era un pasatiempo popular, sino que adquirió una dimensión simbólica dentro del régimen nazi. Este milenario juego de estrategia fue adoptado con entusiasmo por la élite del Tercer Reich, que lo consideraba una herramienta formativa y un reflejo de los valores que pretendían imponer. El investigador español Jesús Cabaleiro Larrán elaboró un detallado informe en el que se evidencia esta fascinación, que fue mucho más que un simple gusto: el ajedrez fue declarado oficialmente como “deporte de lucha nacional”, una categoría que lo elevaba al rango de actividad patriótica. Para los nazis, el juego fortalecía los vínculos entre las clases sociales, fomentaba el pensamiento lógico y estructurado, y encarnaba los ideales de disciplina, inteligencia y dominio, tan valorados por el régimen.
Como tantas otras expresiones culturales, el ajedrez no escapó a la manipulación ideológica. Los nazis buscaron moldearlo a su imagen y semejanza, creando sus propias versiones adaptadas a la cosmovisión aria. Así surgió lo que denominaron “ajedrez ario”, una serie de reinterpretaciones del juego tradicional en las que se eliminaban elementos considerados “impuros” o vinculados a otras culturas. Estas variantes no respondían a un modelo único: hubo múltiples estilos, cada uno con su propia impronta. En algunos casos, las piezas tradicionales fueron reemplazadas por figuras bélicas: tanques, aviones, cañones, soldados de infantería y bombas reemplazaban a torres, caballos o alfiles. El tablero también se transformaba: incluía inscripciones que señalaban regiones geográficas o territorios que Alemania pretendía dominar, reforzando así el imaginario expansionista del nazismo. Además, los colores blanco y negro fueron descartados en varias versiones, siendo reemplazados por el azul y el rojo, posiblemente en alusión a la iconografía militar y política del momento. Algunos de estos tableros y piezas, ejemplos de propaganda disfrazada de entretenimiento, se conservan hoy en museos especializados de Europa, aunque también hay quienes los guardan en casas privadas, lejos del escrutinio público.
Cabe destacar que el furor por el ajedrez no se limitaba a Alemania. En realidad, el juego atravesaba una época dorada en toda Europa. Su llegada al continente se remonta a siglos atrás, cuando ingresó por la península ibérica y la italiana durante el período de las invasiones árabes. Su historia europea está ligada a la evolución de la cultura y del pensamiento racional. En 1924 se creó la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), un organismo que unificó reglas, jerarquizó la competencia y organizó campeonatos en diversas ciudades del continente. Sin embargo, la creciente inestabilidad política y el inminente conflicto bélico obligaron a tomar decisiones drásticas. Ante el temor de una guerra mundial, el torneo de ajedrez más importante de aquel momento fue trasladado temporalmente fuera de Europa. Buenos Aires fue la ciudad elegida. En 1939, a orillas del Río de la Plata, se disputó el torneo internacional más relevante del año, que congregó a los mejores jugadores del mundo. Paradójicamente, solo unos días después, el mundo se sumergía en la oscuridad: el 1° de septiembre comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
Durante los largos y trágicos años del conflicto, el ajedrez se convirtió en un inesperado refugio espiritual para miles de personas. Muchos encontraron en él una forma de mantener la mente ocupada, una vía de escape del horror cotidiano. Esta práctica fue especialmente común en los campos de prisioneros y en los campos de concentración. Allí, donde los recursos eran escasos y la vida valía poco, los prisioneros improvisaban tableros con trozos de madera y fabricaban piezas moldeando cera de velas o utilizando pequeños objetos encontrados en su entorno. No era solo una distracción: para muchos, ese pequeño juego de 64 casillas significaba resistencia, humanidad y dignidad en medio de la barbarie.
Aunque el ajedrez alcanzó durante el nazismo una notoriedad particular, su vinculación con la política y el poder es mucho más antigua. A lo largo de la historia, figuras destacadas lo han practicado como una forma de entrenamiento estratégico. Napoleón Bonaparte, por ejemplo, lo consideraba una forma de ejercitar su mente en tiempos de paz. George Washington también se interesaba por el juego, y Lenin, el líder de la Revolución Rusa, lo veía como una herramienta para la formación intelectual del pueblo. Todos ellos comprendían que el ajedrez no era simplemente un juego: era un campo de batalla simbólico, donde la táctica, la anticipación y la lógica se ponían a prueba constantemente.
Ya en el siglo XX, en América Latina, el ajedrez también conquistó a grandes protagonistas. Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana, mantuvo una relación cercana con el ajedrez, aunque reconocía cierta inferioridad frente a uno de sus compañeros más célebres. En una entrevista, Castro comentó con franqueza: “El Che sabía más que yo, porque realmente Che había estudiado y yo jugaba más bien por intuición. Era un poco guerrillero y algunos partidos se los gané, pero él ganaba la mayor parte de las veces porque sabía más ajedrez que yo. Y realmente le gustaba. Aun después de la Revolución, él siguió estudiando el ajedrez”. Estas palabras reflejan cómo el juego seguía siendo, incluso en contextos revolucionarios y convulsionados, una pasión compartida, una escuela de pensamiento y un medio para pulir habilidades que iban mucho más allá del tablero.