Repaso por la historia
Sufragistas, extremistas y… una monja

Periodista.
La fecha del 8 de marzo se presta para un repaso acerca del lugar de la mujer en la vida sobre la tierra, más allá de teorías y consignas.
La cuestión parece a esta altura bastante fácil de describir. Existe desde hace muchísimo tiempo el reclamo de las mujeres por sus derechos como seres humanos, es decir, ajenos y por encima de reales o supuestos patrones culturales, tradiciones y hábitos.
Existe desde hace unos dos siglos, dentro del abanico de esos reclamos, una expresión orientada a la vida ciudadana, sobre todo a partir del nacimiento de los Estados Unidos y de la aparición del voto como elemento de selección de las autoridades en una comunidad.
Así, por ejemplo, las sufragistas surgieron en ese mismo país y en Gran Bretaña y, con grandes dificultades, fueron avanzando paso a paso en su cometido de que las mujeres fueran equiparadas a los varones como ciudadanas. Durante mucho tiempo el sufragismo fue un virtual sinónimo de feminismo.
A partir de la década de 1970 algunos grupos feministas entraron en una deriva distinta: el núcleo de su actividad pasó a ser la guerra frontal contra el varón, en muchos casos por el solo hecho de serlo, y de allí saltaron al extremo de desconocer la existencia real y previa de lo masculino o lo femenino, negándolos como subproductos del “patriarcado”, como si las personas no fuéramos —para decirlo en palabras simples— un compuesto de naturaleza y cultura, sino solo obra de esta última porque se la supone manipulable, a diferencia de la naturaleza.
Dicho sea de paso, llama mucho la atención encontrar en esas filas a personas que por otro lado se manifiestan defensoras acérrimas de “lo natural” en todo, menos en este único y crucial asunto del varón y la mujer.
A esa pretensión de querer desconocer lo evidente se sumó un creciente tono autoritario en la formulación de las teorías, hasta llegarse al extremo de negar, “cancelar”, a todos cuantos osan confrontarlas con las propias en nombre de la realidad.
Una autora canadiense, Shulamith Firestone, postula que las raíces de la “opresión” están en la naturaleza y la biología y llega a la conclusión de que ser auténticamente humano es superar la naturaleza (La dialéctica del sexo, 1970).
Por supuesto, desde esta y otras perspectivas similares la vida no proviene de un Creador y no puede ni debe quedar solamente a cargo de quienes la generan, sino de “la sociedad”, que se encargará de ella al tomarla como un “material” disponible según sus criterios.
La Iglesia y la mujer
En pocos días más, el 25 de marzo, cumplirá 30 años un documento muy poco mencionado: la encíclica El Evangelio de la vida, del papa San Juan Pablo II, dirigida “a todas las personas de buena voluntad sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana”.
En este texto, el gran Papa polaco despliega y actualiza al mismo tiempo la visión de la Iglesia sobre la mujer, tantas veces malinterpretada, y se anima –no era hombre fácil de asustar— a manejar y dar sentido a palabras que no suelen asociarse con el lenguaje religioso.
“En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un ‘nuevo feminismo’, que, sin caer en la tentación de seguir modelos ‘machistas’, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación”, dice un párrafo de El Evangelio de la vida, y continúa: “Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: ‘Reconcilien a los hombres con la vida’”.
Un poco más adelante, San Juan Pablo II señala que “la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la belleza, la inteligencia o la salud. Éste es el aporte fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres, y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural”.
Treinta años atrás, la Iglesia, en la persona de su guía en la Tierra, ya hablaba con claridad de feminismo, de machismo, de cambio cultural…
Una “feminista” ignorada y cercana
Ocurre dentro de la Iglesia que, a lo largo de los siglos, ha habido una importante cantidad de mujeres que “hicieron feminismo” sin pensar en esa palabra: desde reinas hasta religiosas, pasando por todos los estados y oficios, cada una de ellas en su ámbito de influencia.
Aplicaron todas ellas el sabio principio según el cual “la realidad es superior a la idea”: vieron problemas para sus congéneres, los estudiaron y procuraron las soluciones.
Quizá sorprenda a muchos enterarse de que una de ellas vivió y actuó en la Argentina del siglo XX, más exactamente en la propia ciudad de Buenos Aires. Fue una monja española, Nazaria Ignacia March Mesa, canonizada, es decir, reconocida como santa, por el papa Francisco en 2018.
Hija de un hogar muy humilde de Madrid, a los 23 años profesó como religiosa y fue enviada a Oruro, en Bolivia, donde permaneció 12 años dedicada principalmente al cuidado de personas ancianas.
En 1925 salió de su congregación para fundar las Misioneras de la Cruzada Pontificia, destinadas a tareas en escuelas y zonas postergadas. Su nueva orden creció y se difundió rápidamente tanto en Bolivia como en la Argentina, Uruguay y España, hasta llegar hoy a tener presencia en 21 países de cuatro continentes.
¿Dónde está el feminismo de Santa Nazaria Ignacia, podría preguntarse?
La muestra más contundente fue la organización, por su impulso personal, de un sindicato de mujeres que entonces trabajaban en mercados, comercios y talleres de costura de Oruro bajo condiciones más que cuestionables. Fue ése el primer gremio femenino de América del Sur. Corría por entonces el año 1933.
La organización constituida por la empeñosa monja y su insistente prédica ante los poderes civil y espiritual, logró, después de no pocas rispideces, que los empleadores aceptaran otorgar mejoras en sueldos, ambiente laboral, licencias y otros rubros.
Poco después de tan exitosa incursión por el gremialismo femenino, Nazaria Ignacia volvió a España para atender cuestiones de su congregación (era superiora general) cuando se desató la Guerra Civil, en julio de 1936, y muy poco después ella y varias de sus hermanas fueron encarceladas en Madrid y puestas en espera para el fusilamiento por el simple motivo de profesar su fe.
Inmediatamente, las casas de su orden en el Uruguay y la Argentina requirieron la ayuda diplomática a ambos gobiernos y la gestión dio resultado favorable cuando ya se descontaba el trágico final. Nazaria Ignacia fue deportada a la Argentina; llegó a Buenos Aires y fue a vivir al entonces incipiente barrio de Villa Pueyrredón.
Su capacidad de acción no había sufrido mella pese a haber estado literalmente al borde la muerte. En poco tiempo levantó allí una casa de ejercicios espirituales y colaboró en la creación y primeros pasos de la parroquia de Cristo Rey, donde dejó un imborrable recuerdo. Allí ayudó incansablemente a las familias de la barriada, que se acercaban a ella a plantear sus necesidades materiales y espirituales. Allí murió en 1943.
San Juan Pablo II la beatificó en 1992 y. como ya se dijo, el papa Francisco la canonizó en 2018. Antes de estos reconocimientos, en 1972 se cumplió su pedido de que sus restos fueran trasladados a Oruro; esa Oruro que había sido su primer destino religioso, la misma que la vio constituirse en adalid de la creación de una herramienta de progreso y equidad social como lo había sido aquel sindicato femenino de 1933.