Una mirada personal
El lío que me dejó el Papa

Periodista.
En esta despedida, comparto lo que significó para mí el legado de Francisco en tres causas que también marcan mi trabajo: la vida, la familia y los jóvenes. Una mirada personal sobre el Papa que nos invitó a incomodar al mundo con ternura.
Yo tenía cuarenta años cuando escuché por primera vez esa frase. "¡Hagan lío!". No venía de un rockero argentino ni de una campaña de marketing disruptiva. Venía del Papa. De Francisco. Del ex Padre Jorge que se subía al 132 como cualquiera y que, de repente, desde el balcón de Río de Janeiro en 2013, les hablaba a millones de jóvenes como si fueran su grupo de confirmación. Y les decía que se animaran, que empujaran, que hicieran lío.
Esa consigna me quedó tatuada. Porque no era un llamado a romper todo, sino a mover el alma. A no quedarse quietos mientras el mundo se acomoda sin nosotros. A no ser espectadores de la historia. Y ese fue, creo, el gran legado del Papa a los jóvenes: nos habló con un lenguaje real, nos miró sin condescendencia y nos confió una misión.
Los jóvenes: el ahora de Dios
Francisco no puso a los jóvenes en una repisa decorativa. Los llamó "el ahora de Dios". Les pidió sacudirse el miedo, hacer preguntas grandes y comprometerse con causas que valieran la pena. En Christus Vivit escribió: “Los jóvenes no están en la Iglesia solo para ser atendidos: están para ser protagonistas”. Lo decía mientras se sacaba selfies con ellos, pero también cuando organizaba un Sínodo para escucharlos en serio. Para este Papa, juventud no es solo una etapa: es una potencia.
En lo personal, su manera de acercarse a las nuevas generaciones me inspiró más de una nota, más de una charla. Me ayudó a mirar a mis propios hijos con otros ojos. No como “futuros adultos”, sino como presente activo. Como lío necesario.
En Newstad hicimos hace poco un especial sobre la crisis de la familia. No fue un lamento nostálgico, sino un intento honesto por entender qué está pasando con esta institución tan golpeada, tan cambiante y a la vez tan necesaria. Mientras armábamos ese trabajo, volví una y otra vez a las palabras de Francisco: “No existe la familia perfecta. No tengamos miedo de las imperfecciones, de la fragilidad”.
Me resonó fuerte. Porque si hay alguien que supo hablar de la familia sin idealizarla, pero sin resignarse, fue él. En Amoris Laetitia la describió como un taller de amor diario, de paciencia, de perdón. No un showroom, sino un espacio vivo, conflictivo y sagrado a la vez. El Papa abrazó las heridas familiares, pero también reafirmó que en el corazón de todo verdadero cambio social late una familia que acompaña, cría, educa y ama.
La vida: sin descarte
La otra gran bandera que hemos levantado desde Newstad es la causa por la vida. Y Francisco no se anduvo con vueltas: “¿Es justo eliminar una vida humana para resolver un problema?”, preguntó en una de sus audiencias, con esa mezcla de ternura y filo que lo caracteriza. Denunció lo que llamó “la cultura del descarte” y defendió con coherencia la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural.
Lo hizo con palabras, pero también con gestos: visitando a enfermos, lavando los pies a presos, abrazando a personas con discapacidades, escribiendo cartas a madres de villas en plena batalla legislativa. Francisco nos recordó que cada vida cuenta, incluso —y sobre todo— la que no rinde, no produce, no encaja. Nos enseñó que la vida no se mide, se cuida.
La herencia del lío
Hoy, mientras el mundo entero despide a Francisco, pienso en el peso —y el regalo— de su legado. En tiempos donde todo se relativiza, donde hasta la verdad parece negociable, él nos dejó certezas sin rigidez y ternura sin blandura. Nos mostró que se puede ser firme y compasivo, tradicional y actual, profundamente cristiano y auténticamente humano.
Su herencia no son solo encíclicas o viajes apostólicos. Es ese lío que nos empujó a hacer: ese sacudón de conciencia que aún resuena cuando defendemos la vida, cuando apostamos por la familia, cuando confiamos en los jóvenes. Es, en definitiva, una brújula moral para tiempos líquidos.
Y si alguna vez dudamos hacia dónde ir, tal vez la respuesta siga siendo esa consigna disruptiva, pastoral y profética que lanzó en Río: hagan lío. Pero no cualquier lío. Hagan lío del bueno. El que incomoda a los tibios, alienta a los débiles y sacude el polvo del alma.