#Familia / Una ideología peligrosa
¿Nos creamos a nosotros mismos?

Periodista.
En una de sus tantas contradicciones, la modernidad occidental defiende la naturaleza en la ecología, pero la niega en los seres humanos. Esta concepción pone en riesgo a la idea tradicional de familia.
Si nos detuviéramos un momento a observar a nuestro alrededor, percibiríamos rápidamente una anomalía en el discurso que con más frecuencia se nos dirige casi sin diferencias desde distintos medios.
En rigor, más que anomalía, es una contradicción lisa y llana, curiosamente no observada por los mismos que la cometen.
Se trata de que, por una parte, crece en Occidente la sana convicción de que debemos respetar a la naturaleza como una forma insustituible de preservar la vida sobre el planeta en que vivimos, pero a la vez —y sobre todo en los últimos años— se pretende imponer la idea de qué componentes tan claramente naturales de la naturaleza humana como la dimensión sexual de varón y mujer pueden, así como así, ser desconocidos, transformados y manipulados a gusto y gana.
Como ya se ha dicho con mucha lucidez, se procura que creamos que es la sociedad, la cultura, la voluntad humana la que determina lo que desde siempre se situó en el ámbito de la biología. Las personas, a las cuales se otorgó siempre una identificación combinada de naturaleza y cultura, seríamos únicamente cultura, es decir, nada en nuestro ser derivaría de nuestra condición de criaturas (seres creados). Más breve todavía: seríamos nuestra propia creación, nos “fabricaríamos” a nosotros mismos.
Consecuencias
De esta deformación conceptual se desprenden efectos de suma importancia. Entre ellos pueden destacarse dos, que conmueven hasta los cimientos nuestra percepción de la vida humana.
El primero es que, si somos capaces de “crearnos” a nuestro antojo, de autoconstruirnos como se nos ocurra y de cambiar cada vez que nos parece, entonces la familia no tiene demasiado sentido entendida como la conocemos: un espacio de contención y ayuda recíproca fundado en el amor.
Más aún: esa familia “tradicional” sería, a juicio de algunos, el principal sostén del denominado “patriarcado”, demonizado por el feminismo radical. En buena lógica, por ende, para liquidar el patriarcado hace falta ir contra la familia.
El segundo surge de cualquier razonamiento bien llevado sobre esta cuestión. Claramente, este discurso tan contrario a la naturaleza de las cosas no puede tener acogida en la inmensa mayoría de la humanidad si no es a través de la imposición, ejercida desde dos frentes convergentes: “por arriba” el Estado, debidamente colonizado por representantes de estos criterios, y “por abajo” mediante la denuncia, el “escrache” y la cancelación de todos cuantos se animen a contradecir sus preceptos. El abanico de insultos y desacreditaciones es amplio y se renueva permanentemente para sostener su eficacia destructiva.
Por supuesto: si no tiene importancia “olvidar” la clara contradicción entre el respeto a la naturaleza en unos aspectos y su olvido total y completo en otras, mucho menos valor tendrá que se predique la necesidad de respetar el pensamiento y la opinión de todos, al mismo tiempo que se impide la expresión libre de quienes tienen algo diferente para decir.
Síntesis: si todo es “cultura”, si nada nos ha sido dado, si nadie nos creó fuera de nosotros mismos, si podemos manejar todo a nuestra voluntad cambiante, aquello que refleje estabilidad y requiera algún tipo de compromiso debe ser repudiado por tiránico.
Y la familia cae exactamente dentro de ese “identikit”.
Gracias a Dios la naturaleza humana sí existe y tiene vigencia. También gracias a Dios existen las familias como anhelo y aspiración de los seres humanos, que perciben que allí está la llave de una existencia mejor.
Porque allí está muy bien reflejada la realidad, ese magistral antídoto contra las peligrosas ensoñaciones del hombre cuando pierde de vista quién es, de dónde viene, para qué está en la tierra y hacia dónde va.