Pioneras disruptivas
Mujeres de élite: las primeras transgresoras del orden patriarcal

Historiadora.
Antes del auge del feminismo moderno, mujeres de la élite argentina desafiaron normas sociales y políticas. Desde la lucha contra los matrimonios forzados hasta su irrupción en el Congreso, allanaron el camino para futuras conquistas de derechos
La lucha de la mujer por la igualdad ha sido un proceso largo y complejo, con avances que no siempre se originaron donde comúnmente se cree. Generalmente, se asocia el primer impulso del feminismo con los movimientos de mujeres de clases medias y bajas imbuidas por un socialismo incipiente de principios del siglo pasado. Sin embargo, mucho antes de estos episodios, las damas de la élite nacional ya habían comenzado a cuestionar su lugar en la sociedad.
Una de las primeras voces que se alzó contra la condición a la que estaba relegado el sexo femenino fue la de Mariquita Sánchez. En una época en la que los matrimonios arreglados eran moneda corriente, su testimonio resulta revelador: “Se lo decía a la mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento, era muy general. Hablar del corazón a estas gentes era farsa del diablo. (…) ¡Ah, jóvenes del día! Si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabríais apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación, era preciso obedecer”.
Mariquita, sin embargo, desafió estas normas y logró casarse con Martín Thompson haciendo uso de artilugios legales, marcando un antecedente fundamental. Pero la tradición del matrimonio forzado persistió durante todo el siglo XIX. Recién a fines de dicho siglo comenzó a desmoronarse el consenso social que lo sostenía. Un ejemplo de ello se encuentra en Mendoza en 1891, cuando el diario Los Andes narró la historia d Baldomera, una joven obligada a casarse con un hombre que no amaba, mientras su verdadero amor, un panadero español llamado Francisco, era rechazado por su condición humilde. La tragedia alcanzó tal punto que Baldomera enloqueció, huyó del hogar marital y recorrió la ciudad en estado de desesperación, hasta hallar a Francisco y abrazarlo con desesperación. La situación escandalizó a la sociedad mendocina y culminó con la anulación del matrimonio. Los Andes cerró su relato con una sentencia que reflejaba el cambio de mentalidad en curso: “Servirá de ejemplo a muchos padres de familia que, ya impulsados por el egoísmo o dominados por la ambición, sacrifican –abusando de la autoridad paternal– a sus hijos, obligándolos a unirse a personas a quienes no aman, a quienes no pueden amar”.
Si bien las mujeres fueron las principales víctimas de los matrimonios concertados, el hecho de pertenecer a la élite social les permitió dar los primeros pasos en la vida pública, particularmente a través de organizaciones de beneficencia. En 1824, Bernardino Rivadavia creó la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires y la colocó enteramente en manos femeninas. Entre las trece damas encargadas se encontraban la esposa de Viamonte, una hija de Azcuénaga y Pepa Ramos Mexía, quien escribió emocionada a la presidenta de la entidad, Mariquita Sánchez:
“Querida amiga: muy agradecida a su finesa de contarme entre ese número tan escogido de sus amigas y para tan bellos fines. (…) ¡Qué éxitos los suyos! Sabe lo que se hace el señor Rivadavia poniendo en sus manos su destino con la más difícil de las tareas de escoger, convencer y allanar voluntades”.
Este tipo de organizaciones permitieron a las mujeres adquirir visibilidad pública y fortalecer redes de acción social que fueron creciendo con el tiempo. Pronto comenzaron a aparecer en los diarios no solo como esposas o hijas de hombres ilustres, sino por sus propias iniciativas. Se convirtieron en protagonistas de eventos benéficos y caritativos en diversas provincias, organizando kermeses y recolectando fondos para los más necesitados. De este modo, empezaron a ocupar un espacio más allá del ámbito doméstico.
Pero la incursión de las mujeres en la esfera pública no se detuvo allí. Hacia fines del siglo XIX, cuando la política seguía siendo un ámbito exclusivamente masculino, un grupo de mujeres decidió desafiar una de las últimas barreras. Hasta ese momento, ni siquiera se les permitía ingresar al Congreso, pero el 29 de septiembre de 1893, un conjunto de damas solicitó acceder a la barra de la Cámara de Diputados.
El episodio fue narrado por el periodista Alberto Reyna con una prosa vibrante: “Ni las interpelaciones a ministros del Poder Ejecutivo, ni los torneos del talento, ni las violencias revolucionarias, causaron nunca semejante escándalo en tan ilustres y preclaros varones. Algo así como si el diablo hubiera llamado a la puerta. Nunca se había dado el caso, es verdad. Las mujeres no habían manifestado jamás su interés por las cosas políticas y los negocios públicos, que pertenecían por entero a los hombres (…)”.
Las damas llegaron al Congreso con un propósito concreto: interceder por la vida del Coronel Mariano Espina, condenado a muerte por su participación en la Revolución radical en Rosario. La presión social a su favor era fuerte: en Plaza de Mayo se congregaban multitudes pidiendo su indulto, en Montevideo se realizaban manifestaciones, e incluso el presidente de Chile, Jorge Montt Álvarez, se comunicó con el gobierno argentino solicitando clemencia.
Las protagonistas de esta audaz acción provenían de linajes ilustres: Ana Urquiza de Victorica, hija de Justo José de Urquiza; Josefina Mitre de Caprile, hija de Bartolomé Mitre; Dolores Avellaneda, hija de Nicolás Avellaneda; Dolores Lavalle, hija de Juan Galo Lavalle, entre otras. También estaba presente Carolina Lagos, esposa de Carlos Pellegrini, cuyo marido paradójicamente deseaba la ejecución de Espina.
El Congreso se vio envuelto en un inesperado debate sobre si debían permitirse mujeres en el recinto. Mientras algunos diputados alegaban que la barra era de acceso público, otros proponían formar una comisión para analizar la cuestión. Finalmente, se les permitió el ingreso y lograron su cometido: la Cámara aprobó una solicitud de clemencia al presidente Luis Sáenz Peña, quien otorgó el perdón a Espina.
Aunque este hecho no sea de conocimiento popular, fue el primer gran paso del género femenino en la política. Demostraron que –como señaló Reyna– cuando las mujeres se proponen algo... lo consiguen. Y no fue casualidad que fueran ellas, pertenecientes a la élite argentina, las que abrieran este camino, pues su posición social les otorgó las herramientas y el acceso que otras mujeres aún tardarían décadas en obtener.