Legado global
Fin de una era: murió Francisco, el Papa del siglo XXI
Hechos de su vida: el Concilio Vaticano II, la dictadura y el nuevo mundo. Amado y odiado, fue un líder de contrastes.
Murió el Papa. Murió Francisco. Murió Jorge Mario Bergoglio. En el Vaticano, el repique de las campanas anunció al mundo lo que ya era un susurro entre cardenales y médicos desde hacía días. A los 88 años, el primer Papa argentino —y del hemisferio sur— dejó este mundo en la ciudad de los césares, lejos de su Buenos Aires natal pero con el alma siempre anclada en las veredas de Flores.
Nacido en 1936, hijo de inmigrantes italianos, Jorge Bergoglio fue químico antes que cura, cura antes que obispo, y jesuita antes que cualquier otra cosa. Su vocación nació entre los muros del Colegio de la Inmaculada y se templó en el fuego político y espiritual de una Argentina convulsionada.
En 2013, tras la renuncia histórica de Benedicto XVI, fue elegido sucesor de Pedro. La imagen recorrió el planeta: un hombre austero, que desde el balcón del Vaticano saludaba al mundo con un “buonasera” sencillo, como quien recibe visitas en casa. Desde entonces, su papado fue el más atípico de los últimos siglos. Francisco eligió no vivir en los lujosos departamentos pontificios y nunca dejó de hablar en argentino.
Sus gestos y sus palabras dividieron aguas. Fue un crítico feroz de la "cultura del descarte", del capitalismo desalmado y de las guerras sin sentido. A la vez, muchos dentro del catolicismo —especialmente los sectores más tradicionales— lo miraron con recelo por sus guiños ambiguos a temas como el ambientalismo, el cambio climático, y la agenda social del progresismo internacional.
Pero Bergoglio nunca fue un ideólogo. Fue un pastor. Esa fue, tal vez, su mayor fortaleza y también su mayor contradicción. Rezó en las cárceles, abrazó a los enfermos, lloró por los migrantes muertos en el mar. Habló con dictadores, con activistas, con líderes de todas las religiones, incluso con aquellos que lo desafiaban públicamente. Pocos hombres tuvieron tantos enemigos y tantos admiradores al mismo tiempo.
En la Argentina, su figura fue utilizada como bandera por casi todos los gobiernos, aunque él mismo evitó fotografiarse con presidentes desde su trono romano. Durante los años de la llamada “grieta”, Francisco fue muchas cosas para muchos: un faro de unidad para algunos, un operador político para otros. Pero por encima de todo, fue un símbolo.
Ahora, con su muerte, se cierra un capítulo monumental en la historia reciente del catolicismo. La Iglesia pierde a un Papa singular. Y la Argentina, a un compatriota que cruzó el Atlántico con la cruz al hombro, sin dejar de hablar el idioma de sus calles.
Jorge Mario Bergoglio ya descansa. Su pontificado será debatido durante siglos. Pero su paso por la Tierra Santa del poder, Roma, deja una marca innegable: la del hombre que, con voz ronca y mirada firme, llevó el nombre de Francisco hasta los confines del mundo.