Identidad propia
Entre la razón, la fe y el encanto: el modelo de mujer que quiero ser

Periodista.
No encajo en los estereotipos ni en los moldes impuestos. Admiro la inteligencia y la determinación de los personajes de Ayn Rand, la espiritualidad y fortaleza de Teresa de Ávila, y el carisma natural de Jennifer Aniston. No hay un único camino: soy la mujer que quiero ser.
Apabullada por el ruido ensordecedor de voces y modelos de mujer que no me representan, trato de bucear en mi propia construcción, en mi propio ideal.
¿Cómo explicar que me gustaría la inexplicable mezcla entre Ayn Rand, Teresa de Ávila y Jennifer Aniston?
Voy a intentarlo.
Amo los personajes femeninos de Rand, especialmente Dagny Taggart en La rebelión de Atlas. Dagny basa sus decisiones en la lógica y en hechos, no en emociones o en lo que dicta la opinión pública. Representa la importancia de la razón y el pensamiento independiente. No busca validación externa ni se somete a expectativas impuestas. Es una mujer que compite en un mundo dominado por hombres sin pedir favores ni exigir concesiones. Cree en el poder del individuo para crear y prosperar.
Santa Teresa de Ávila, en cambio, me fascina por otras razones. Reformadora, escritora y mística, desafió las normas de su época y asumió un rol de liderazgo en la reforma eclesiástica. Pero, a pesar de su inteligencia y valentía, nunca se creyó protagonista, sino sierva de Dios. Enseñó que la verdadera santidad no radica en grandes visiones, sino en la humildad y el amor sincero a Dios y al prójimo. Enfrentó enfermedades y dificultades con una fortaleza impresionante y, lo que más admiro, enseñó que la vida de oración transforma el corazón.
De Jennifer Aniston, en cambio, no busco ni la razón ni la fe, sino ese estilo natural, fresco y gracioso; esa elegancia sin esfuerzo que la hace tan cercana y auténtica. Su estética combina sensualidad y dulzura, transmitiendo una belleza que no solo es atractiva, sino también carismática y genuina. Irradia inteligencia y simpatía, logrando que su presencia sea siempre encantadora.
Más allá de nombres, admiro la fuerza de la feminidad para irradiar una luz embelesadora en cualquier ámbito imaginable. En el laboral, las mujeres suman el plus de empatía, vulnerabilidad y coraje a las neuronas y a la determinación que antes se creían exclusivas de otro sexo.
En el plano familiar, aunque me considero conservadora, no me identifico con las tradwives. Me parece que dedicarse únicamente a los quehaceres domésticos y a complacer a un hombre cansado es un desperdicio de talento. Pero ojo, creo que la crianza dedicada de los hijos y la capacidad de sostener la estabilidad familiar requieren de una sabiduría, liderazgo e inversión emocional que no solo no son reconocidas ni remuneradas, sino que encima son subestimadas.
Creo en la necesidad de rescatar, sin vergüenza ni prejuicio, el valor crucial de la mujer dentro de una casa. Reconocer el impacto infinito que tendrá en cada hijo esa voz que llama a bañarse, a hacer la tarea, a decir gracias, a rezar juntos. Esa torta de cumpleaños que se cocina entre charlas de regalos, piñatas e invitados. Esas lágrimas, de uno u otro lado, compartidas y verbalizadas. El abrazo, la escucha, el silencio. La mirada atenta y la voz crítica para que los hijos sean mejores sin aplastarlos. Los aplausos tanto como los “eso no”.
Probablemente Ayn Rand se espantaría con este prototipo. Pero lo bueno es que no tengo que rendir cuentas a nadie más que a mí misma. No necesito guiones ni encasillamientos.
Soy la mujer que quiero ser. Y bendigo ese lujo que puedo darme.