Medios y política
El periodismo y el presidente Trump
La oposición explícita en The New York Times y el debate sobre la militancia y el fanatismo en el periodismo.
Horas antes de la asunción de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, el diario The New York Times publicó un editorial titulado “Plantarse frente a las tácticas de miedo de Trump”, en el que formula críticas al nuevo titular de la Casa Blanca, particularmente por el lado de los posibles atropellos institucionales que pueda intentar y por su eventual persecución contra quienes se le opusieron durante su primer mandato (2017-21) y últimamente en la campaña electoral.
El tono del texto es extremadamente fuerte y las acusaciones que lanza contra el nuevo Presidente no lo son menos. No bien se lo conoció, el artículo fue motivo de comentarios en casi todo el mundo periodístico y político estadounidense, e incluso fuera de ese país. La importancia del tema es obvia: de un lado aparece la máxima figura política de la primera potencia del mundo, y del otro un medio de gran prestigio, fundado a mediados del siglo XIX, respetado en el ámbito de la prensa independiente global y ganador de más de un centenar de premios Pulitzer, el galardón mayor de esta actividad.
¿Puede un medio periodístico de circulación general mostrar de semejante modo su oposición a la persona y al estilo de un dirigente legítimamente elegido para ejercer la presidencia de los Estados Unidos?
Puede, sin duda. Está en su perfecto derecho para hacerlo. En una auténtica democracia el debate entre gobernantes y gobernados es un elemento clave para la salud institucional. Se dirá que a veces el tono de esa discusión pierde altura y se vuelve áspero, con lenguaje impropio y hasta de mal gusto. Y es cierto. Pero un mecanismo (imperfecto, pero el mejor) como lo es la democracia para plantear problemas comunes y buscarles solución debe tolerar esas fallas en aras de la preservación de la voz de todos sobre asuntos que atañen a todos. Está en juego la libertad, ni más ni menos.
La libertad de expresión y de prensa, como se sabe –o debería saberse-, no está pensada para beneficio de las empresas de medios ni siquiera de los periodistas, sino de la sociedad, que debido a esa salvaguarda puede enterarse de temas y actitudes que quizá al gobierno o a algún poderoso no le guste que se sepan.
También podrá decirse que muchos medios, en los Estados Unidos y en otros países, tienen simpatías o afinidades con tales o cuales posturas y partidos. Pero esas tomas de posición no invalidan necesariamente sus críticas o sus aprobaciones sobre decisiones de las autoridades públicas, las grandes empresas, etc.
Por tanto, The New York Times tiene todo el derecho de opinar sobre el Presidente o quien fuere sin tener que temer por ello represalia alguna de parte de los alcanzados por sus dichos.
Queda dicho entonces que la opinión es un derecho pleno e incondicionado de los medios. Si alguno de ellos lo usa para fines delictivos o en cualquier forma antisociales, serán los propios receptores quienes lo reprenderán del modo más contundente: no leyéndolo, no escuchándolo, no viéndolo.
Hechos, imparcialidad y fanatismo
Ahora bien: ese axioma según el cual “las opiniones son libres” vive en plenitud únicamente cuando se le agrega su correlato por el lado de las obligaciones: “los hechos son sagrados”. En efecto: un buen medio tiene el deber de prestar un adecuado servicio a su público dando a conocer los hechos “todos y completos”, según la breve, clara y precisa fórmula. Esto significa no “editar” la realidad a nuestro gusto, no suprimir tal o cual noticia porque “si la publicáramos estaríamos haciéndole el juego a…”, ni buscar pareceres de un solo lado de la línea cuando hace falta conocer la opinión de los entendidos en un tema de interés colectivo.
Una vieja concepción de la imparcialidad en el periodismo puntualiza que no se trata de no tomar partido ante determinada situación, sino de no tener el partido tomado de antemano. La idea es lo suficientemente diáfana como para que haga falta extenderse en explicaciones. Su aplicación lleva a que, si, excepcionalmente, una persona o un asunto van más allá de mi capacidad de tolerancia, lo mejor será pedir que no se me asigne tal informe o tal entrevista.
El otro concepto que será prudente tomar en consideración ante situaciones como la que pone sobre la mesa el editorial de The New York Times es el del fanatismo. El término se ha puesto lamentablemente de moda en los últimos tiempos para desacreditar a quienes no piensan como lo hace quien habla o escribe, por lo que muy a menudo cuando las discusiones pasan a gritería es común el revoleo de acusaciones de “¡fanático!” al circunstancial adversario.
Una vez más, el genial Gilbert K. Chesterton viene en nuestra ayuda. Para él, el fanatismo no significa creer realmente que uno tiene razón en lo que afirma. Eso no es fanatismo, dice, sino cordura. Fanatismo es creer que el otro no puede tener razón en nada porque no tiene razón en tal o cual punto. Más todavía: es creer que ni siquiera tiene razón cuando dice que sinceramente cree tener razón.
Para el caso específico de los Estados Unidos, quizá la prensa independiente más prestigiosa enriquecería a la sociedad si se dispusiera a un análisis desapasionado de las causas que pueden haber llevado a la sociedad estadounidense a optar por un candidato tan controvertido.
E incluso, en tren de imaginar, acaso fuera saludable una porción de autocrítica de parte de esos mismos medios. En esa línea, el recién fallecido ex presidente demócrata James Carter dijo alguna vez, no hace tanto, que a su entender Trump había sido el presidente peor tratado por ciertos medios en muchas décadas…