Atrocidades impunes
El horror de la violencia en el siglo XIX: cuando la tortura era ley

Historiadora.
Desde los campos de detención en la selva hasta ejecuciones despiadadas y métodos de castigo inhumanos, el siglo XIX fue testigo de un despliegue de crueldad difícil de imaginar.
José Saramago afirmó: “El hombre es el único animal que tortura a sus semejantes”. Una sentencia que encuentra eco en los cruentos episodios del siglo XIX, cuando la violencia se ejercía tanto fuera de la ley como amparada por ella.
Uno de los ejemplos más estremecedores es el de Felipe Ibarra, caudillo santiagueño que organizó en la espesura de la selva un rudimentario “campo de concentración” en El Bracho. Este sitio de detención no contaba con alambrados ni muros, pues la naturaleza misma servía como barrera infranqueable: alimañas, animales salvajes y tribus hostiles impedían cualquier intento de fuga. Los prisioneros sufrían hambre, enfermedades y torturas. Pedro Ignacio Únzaga, juez de Primera Instancia y cautivo en El Bracho, logró huir en 1843, pero al poco tiempo se entregó voluntariamente, esperando misericordia y la posibilidad de recibir alimentos de su familia. En lugar de clemencia, halló la muerte. Ibarra ordenó su ejecución de manera despiadada: fue velado en vida en la Iglesia de la Villa Salavina, tendido sobre un trapo negro entre cuatro velas, en medio del terror de los pobladores. Al amanecer, se le obligó a cavar su propia tumba antes de ser degollado.
La violencia de las montoneras también fue despiadada. Tras la batalla de Ciudadela, los hombres de Facundo Quiroga saquearon viviendas, se apropiaron de bienes y sometieron a las mujeres bajo amenaza de muerte. Testigos como Antony King, Damián Hudson y el general Iriarte relataron estos excesos. En la iglesia de la Merced, un anciano sacristán ocultó un piano para protegerlo de los saqueadores, pero fue descubierto y ejecutado sin piedad. Incluso el mismísimo Quiroga dirigió personalmente algunos remates de los bienes robados.
Mendoza también fue testigo de horrores tras la victoria federal en la Batalla del Pilar. Se produjeron violaciones, asesinatos y mutilaciones. Entre los muertos se hallaba Francisco Narciso de Laprida, presidente del Congreso de Tucumán de 1816. Su muerte es objeto de dos versiones: una afirma que fue enterrado hasta el cuello y luego atropellado por caballos; otra, que fue rodeado y atravesado por una lanza antes de ser degollado y descuartizado. Jorge Luis Borges inmortalizó esta versión en su “Poema conjetural”.
No solo la guerra facilitaba la barbarie; dentro de los márgenes de la justicia, la tortura también era un método de castigo y obtención de confesiones. Entre los métodos utilizados, uno que se conocía como los tacos, consistía en que piezas de madera eran colocadas contra los riñones del prisionero y se clavaban progresivamente en su carne.
No faltaron las prensas, las tenazas y serruchos a la hora de torturar. El papel de lija y aguarrás consistía en realizar raspaduras en el pecho seguidas de rociado con sustancias irritantes.
Llamativamente hubo una forma de ejecutar popular entre los caudillos y también utilizada por los defensores de la Ley, su nombre: enchalecamiento. Al respecto señala Guillermo Miller: “… cuando eran muchos los criminales y se creía que no era conveniente gastar pólvora, acostumbraba a liarlos en cueros frescos de vaca, dejándolos con solo la cabeza de fuera, de modo que a proporción que los cueros se iban secando, el espacio dejado para el cuerpo se iba disminuyendo hasta que el desgraciado paciente expiraba en la agonía más dolorosa y en la desesperación. Este modo de encarcelar y atormentar a los criminales lo llamaban enchipar: su extrema barbarie apenas pierde nada de su horrible aspecto con la disculpa de que no tenían cárceles ni quién guardara a los criminales en aquellos desiertos, y que los hábitos feroces y sanguinarios de aquellos perversos requerían tales ejemplos…”.
Estos métodos de tortura reflejan la brutalidad de la época y evidencian que la violencia, lejos de limitarse al campo de batalla, se ejercía también dentro de los ámbitos judiciales y carcelarios. La historia, en su crudeza, nos recuerda que el ser humano ha sido capaz de actos de extrema crueldad, justificando el terror en nombre de la política y la justicia.
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