Aniversario
El golpe: reflejo del mundo en plena Guerra Fría
Para entender el inicio de la última dictadura, hay que conocer el contexto dado por un mundo en ebullición. También, que la Argentina estaba al borde del abismo.
El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas tomaron el poder con un consenso social y político que alentó el derrocamiento de la entonces presidente, Isabel Martínez de Perón, y formaron parte del gobierno de facto.
El golpe fue ejecutado por las Fuerzas Armadas, pero apoyado por sectores civiles socialmente conservadores, principalmente del empresariado y de la Iglesia católica.
No podemos saber exactamente qué hubiera pasado si los militares no hubieran caído en esa trampa y no se hubieran prendido en esa ambiciosa aventura de “ellos”, los que luego no se hicieron cargo de nada, pero sacaron todos los frutos sin “pagar nada”.
De no haber ocurrido el golpe, ¿se hubiera llegado a las elecciones, para las que faltaba muy poco tiempo, o los Montoneros, con Mario Firmenich a la cabeza, hubieran tomado el mando del gobierno en una atormentada Argentina?
El golpe militar de 1976 es un tema histórico profundo y complejo, no solo por la situación del país, sino también porque el mundo era otro, lo que hace complejo analizar hoy sus causas, ver cómo se desarrollaron los acontecimientos y las consecuencias de la dictadura y de los derechos humanos.
Los hechos del 24 de marzo iniciaron una dictadura militar autodenominada Proceso de Reorganización Nacional, que duraría hasta 1983. Los militares, liderados por una junta formada por el entonces teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, justificaron su intervención alegando caos político, crisis económica y la amenaza de grupos armados, como Montoneros y el ERP.
Una justificación que compartía la ciudadanía y por la que, en la calle, el boca a boca, pedía el golpe como también que se terminara con todos los subversivos. Luego nadie recordará eso, ni menos lo admitirá, o solo pocos se animarán a reconocerlo. Al momento de desfilar todos los miembros de las Fuerzas Armadas y Seguridad por los tribunales no hubo nadie que los apoyara; no se hicieron “cacerolazos” como se hicieron años después por la pérdida de los depósitos bancarios. O sea, a los que les pediste que te defendieran y defendieran el país que creías en peligro te importaron menos que tu propio dinero.
Así, fuimos el único país de la región en la que la población no acompañó ni se hizo cargo de lo que poco tiempo atrás pedían, así como pasó con los “ideólogos y golpeadores de las puertas de los cuarteles”.
El 24 de marzo, entonces, entramos en guerra, la peor. Una guerra de guerrilla que se caracterizó por su brutalidad, porque se reprimió, hubo miles de desaparecidos, torturas y violaciones a los derechos humanos. Como en todas las guerras.
Lo que hace falta, a estas alturas, es un enfoque realista y actual que contextualice cómo era el mundo en los años previos y durante el golpe de 1976.
Vamos a tratar de situarnos en el panorama global de la época, con un tono objetivo y reflexivo, como si estuviéramos analizándolo desde la perspectiva de hoy, pero entendiendo las dinámicas de entonces.
¿Cómo era el mundo en ese momento? ¿Cómo pudo haber influido en el golpe?
El 24 de marzo, Argentina despertó bajo el control de una junta militar que prometía el orden en medio del caos. Pero este golpe no surgió de la nada. A mediados de los años 70, el mundo estaba fracturado por la Guerra Fría, las tensiones ideológicas entre el bloque capitalista y el socialista marcaban el pulso global, y América Latina era como un tablero de ajedrez para potencias extranjeras y luchas internas. El contexto internacional y regional moldeó los eventos en la Argentina, desde la inestabilidad política hasta la represión que definió el Proceso. El mundo en los años 70 era un planeta en ebullición.
En 1976, el mundo vivía una era de polarización. Estados Unidos y la Unión Soviética competían por tener influencia, y la Guerra Fría no era solo un enfrentamiento nuclear, sino una batalla por el control ideológico. En Vietnam, la guerra había terminado apenas un año antes, en 1975, con la caída de Saigón, dejando a Washington con una sensación de vulnerabilidad y una obsesión por contener el comunismo en su patio trasero: América Latina.
Mientras tanto, en Europa, la distensión entre los bloques daba un respiro, pero en el Tercer Mundo, los conflictos y las revoluciones estaban en pleno auge.
La economía global también estaba en crisis. La inflación y el desempleo azotaban a las potencias tras el shock petrolero de 1973, cuando los países de la OPEP cuadruplicaron el precio del crudo. Para la Argentina, un país dependiente de exportaciones agrícolas y vulnerable a los vaivenes externos, esto significó una presión adicional sobre una economía ya tambaleante, con devaluaciones y descontento social.
En la región, el golpe argentino no fue una anomalía. Era parte de una ola autoritaria. Chile había caído bajo la dictadura de Augusto Pinochet en 1973, Uruguay vivía su propio régimen militar desde el mismo año y Brasil llevaba una década bajo un gobierno de facto. Estos regímenes compartían un enemigo común: la izquierda, ya fueran guerrillas armadas o movimientos sociales.
La Operación Cóndor, una red de coordinación entre dictaduras sudamericanas con apoyo tácito de Estados Unidos, estaba tomando forma para perseguir disidentes más allá de las fronteras. Para Estados Unidos, en América Latina las dictaduras eran “la resistencia”.
El respaldo de Washington a estos golpes no era ningún secreto. En el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, la Casa Blanca veía a los militares como un dique contra el avance del socialismo, inspirado por el éxito de la Revolución cubana en 1959. Archivos desclasificados años después muestran cómo la administración Gerald Ford dio luz verde al golpe en Argentina, priorizando la estabilidad sobre la democracia.
Dentro del país, el escenario era un polvorín. Isabel Perón, mujer del presidente Juan Domingo Perón, había asumido la presidencia en 1974 tras la muerte del general, pero carecía del carisma y la autoridad necesarias para controlar un país dividido.
La Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), un grupo paramilitar/parapolicial de derecha, ya sembraba el terror contra sindicalistas y estudiantes, mientras Montoneros y el ERP, los dos grupos terroristas más fuertes, intensificaban sus ataques guerrilleros.
La inflación superaba el 300% anual, y las calles eran un campo de batalla sembrado de protestas, atentados y represión (cualquier similitud con la actualidad de los años que se viven en el país, no es casual). Claramente podemos decir que la sensación era que la Argentina estaba en el borde del abismo.
Para los militares, entonces, el golpe era inevitable. No solo veían un gobierno débil, sino una amenaza existencial en un mundo donde el subversivo era el enemigo por erradicar. El 24 de marzo, los tanques rodearon la Casa Rosada, y la junta liderada por Videla tomó el poder con un discurso de “reorganización” que resonaba con la retórica anticomunista global.
La dictadura argentina no fue un evento aislado, sino un reflejo de su tiempo en un mundo que miraba a otro lado. Mientras el mundo celebraba el bicentenario de Estados Unidos o los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976, miles de argentinos de ambos bandos eran secuestrados y torturados o morían por bombas colocadas en miles de atentados y se sumaban los desaparecidos: algunos reales, otros no tanto, que se “fugaban” al extranjero escapando de la dictadura o de sus propias organizaciones subversivas.
La comunidad internacional, salvo excepciones como la Francia del presidente Giscard d’Estaing o las denuncias de exiliados, optó por el silencio. En plena Guerra Fría, los derechos humanos eran un lujo secundario frente a la geopolítica.
Mirar el golpe de 1976 desde 2025 nos obliga a entenderlo como un hijo de su época: un mundo donde el miedo al “otro” comunista, revolucionario, diferente, justificaba lo injustificable.
Argentina pagó un precio altísimo. Más allá de que toda vida es valiosa y no se debería perder ninguna por disidencias, su historia no es solo suya; es un eco de las tensiones globales que definieron los años 70. Hoy, con la perspectiva de la distancia, podemos ver cómo el Proceso no solo marcó al país, sino que también expuso las grietas de un orden mundial que prioriza el poder sobre la justicia. Grietas y heridas que aún se mantienen.