Una decisión para conocer la verdad
Desclasificación mata relato

Periodista.
El traspaso de documentos sobre la última dictadura al Archivo General de la Nación puede ser un aporte real para terminar con “la grieta”.
Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.
Evangelio de San Juan, cap. 8, vers. 32.
El gobierno anunció, el pasado lunes, que se desclasificaría todo el material existente en dependencias de su órbita referido a la actuación de las Fuerzas Armadas “durante el período 1976-1983, así como toda otra información y documentación producida en otro período, pero relacionada” con ese accionar, en palabras del vocero presidencial, Manuel Adorni.
¿Qué significado tiene esta decisión? Según Adorni, el propósito de la Casa Rosada es que a partir de su cesión desde la órbita de la SIDE al Archivo General de la Nación ese conjunto de documentos “pasan a estar al servicio de la memoria y no de la manipulación política”.
Al respecto, tiene mucha importancia el dato que el portavoz presidencial incluyó en su breve anuncio: con esta medida se cumple “completamente” lo dispuesto por el decreto 4/2010, que nunca terminó de ponerse en práctica.
Los periodistas de mayor edad sabemos que Adorni dijo la verdad cuando destacó que, por casi medio siglo, esos materiales constituyeron un botín de guerra, administrado usualmente por quienes ocuparon los puestos de poder para confeccionar las temidas “carpetas” con las que se procuraba sacar del ring político a algún contendor potencialmente riesgoso.
Esto, entonces, si se lo aplica con el espíritu con que ha sido anunciado, viene a terminar con una de las grandes miserias del ejercicio político argentino, y por ende ha de ser saludado con alegría como un jalón más en la extensa y a veces muy enredada marcha hacia la república que necesitamos tener.
En menos palabras: la decisión es un excelente antídoto para cualquier nuevo “relato” que quisiera intentarse sobre ese trajinado período de nuestro pasado.
La oportunidad del anuncio
Vale la pena detener un poco la mirada sobre la circunstancia elegida por el gobierno para dar a conocer su loable decisión: un 24 de marzo, fecha de la última interrupción militar de un gobierno legalmente elegido en la Argentina.
Ese hecho, ciertamente traumático en sí mismo, lo fue todavía más con el desarrollo —protagonizado directamente o permitido “desde arriba”— de actos injustificables y a menudo indiscriminados que apuntaron a terminar con el fenómeno de las facciones políticas que había planteado la lucha armada.
De ese doble juego de violencia seguramente han quedado testimonios, informes, documentos de toda índole, que ahora saldrán a la luz pública y podrán ser objeto de análisis por parte de quienes escribirán de una vez la historia de esa época apasionante y temible de la vida del país.
La consecuencia más saludable será que desaparecerán los intentos de establecer “versiones únicas”, más o menos ajenas a los hechos, fundadas en dogmatismos de cualquier signo, que serían simples objetos dignos de curiosidad si no hubieran servido para que millones de argentinos más jóvenes recibieran una supuesta información solo compuesta por piezas de adoctrinamiento.
Si antes se habían ocultado actos y decisiones atroces adoptadas por el adversario dictatorial, ahora se buscó torcer lo realmente sucedido, para beneficio de sus responsables e instigadores.
Lo más terrible, en este orden de cosas, es que de esa manera se moldeó en muchos compatriotas la idea de una Argentina que no era tal. No, no lo era, pero no había manera de probarlo con lo que se exige en esos casos: la verdad irrefutable del documento histórico.
El fin de la realidad “editada”
Dicho en lenguaje más simple: muchos hechos simplemente se ignoraban “para no hacerle el juego a” tal o cual enemigo.
La realidad se “editaba”, las voces críticas se silenciaban, a menudo por la vía del “carpetazo” que las vinculara con “la dictadura”, mientras se alentaba de todos los modos posibles una visión binaria de hechos, figuras y decisiones, que como todo lo binario es empobrecedor en la vida de una sociedad libre.
Esto no fue novedoso ni, por supuesto, creado en la Argentina.
En los tiempos iniciales de la Unión Soviética se crearon “campos de trabajo correctivo”, basados en una convicción: el comunismo era el mejor modo posible de sociedad, por lo cual hacia allí había que dirigirse sin dudas ni cuestionamientos. ¿Quiénes podrían oponerse a ese paraíso? Únicamente dos tipos de personas: los que no hubiesen entendido bien de qué se trataba, y entonces requerían “reeducación”, o los otros, los “enemigos del pueblo”, los que seguramente trabajaban para potencias capitalistas para aplastar a “la revolución”.
Esos campos destinados a “corregir” o “reeducar” se poblaron con intelectuales, artistas, científicos, dirigentes sindicales y trabajadores. Muchos de ellos murieron de frío, de hambre o fueron ejecutados porque alguna vez se les ocurrió plantear una visión alternativa sobre un suceso que al régimen le interesaba mostrar de un solo lado. Todo, claro, en nombre del pueblo, o de la clase, o del partido, o de cualquier otra construcción que justificara lo inaceptable.
En nuestro caso, y por dar un solo ejemplo, se nos impuso que los desaparecidos fueron 30.000 y se llegó a sancionar una ley provincial que prohibía decir que la cifra no era válida, cuando el informe final de la comisión que investigó la tragedia indicó que eran algo menos de 9.000…
Bienvenida la desclasificación, entonces, siempre entendida como total y completa, sin “editores”, sin fabricantes de collages falsos. Y desde ya muy bienvenido el debate que tenemos derecho a imaginar los que desde hace mucho militamos por la vigencia de una historia en la que los hechos sean sagrados; las interpretaciones, fieles y las opiniones, libres.