La Iglesia De Francisco
Adiós Bergoglio: Fidelidad a la doctrina, en clave de amor

Periodista.
El Papa fallecido deja una una nueva forma de vivir la vida en Cristo.
Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, el primer Papa americano, sin lugar a dudas el argentino más importante de la historia, deja una Iglesia que lleva su impronta después de 12 años intensos de conducción.
Aunque es todavía muy pronto para intentar una semblanza completa de su pontificado, hay elementos innegables –de forma y de fondo- que formarán parte de esa tarea. En lo personal me anticipo a decir que para los católicos se trató de un período de reflexión profunda, destinado a dejar atrás algunos lastres y apuntar de lleno al corazón de la misión de los cristianos.
En primer lugar, puede señalarse que con Francisco llegó a la cúspide del catolicismo alguien ajeno al funcionamiento de la Curia romana. Ya como arzobispo de Buenos Aires Bergoglio había tenido ciertas diferencias con ella. Es muy probable que las importantes reformas que introdujo en el funcionamiento de la burocracia vaticana se hayan inspirado en aquellas experiencias.
Para la selección de obispos el propio Francisco reveló cuáles eran sus prioridades: pastores “con olor a oveja”, nada de tomar esas designaciones como “un ascenso en la carrera”, prioridad por la atención de “las periferias” (pobres, marginados, explotados, migrantes, chicos).
Fue muy directo y muy a fondo con los cambios que dispuso, lo que naturalmente generó algunas incomprensiones: estaba sacudiendo rutinas que llevaban mucho tiempo instaladas. Contra esta última palabra, “instalarse”, bregó sobre todo en las jerarquías de la Iglesia, fiel a su origen jesuita, del que nunca renegó a pesar de haber sufrido no pocos sinsabores a lo largo de su vida.
Invitó a todos a aceptar de buena gana los desafíos que se presentan en la tarea cotidiana: “Es bueno que haya desafíos, porque nos hacen crecer… Más bien hay que temer a una fe sin desafíos, que se considera completa. Los desafíos nos ayudan a que nuestra fe se convierta en ideología”.
Allí estuvo uno de los elementos que, a su pesar, lo convirtieron en polémico, incluso en su propia tierra. Seguramente todos recordamos de qué modo se usaron los cronómetros y los estudios gestuales para medir si tal o cual de sus visitantes era mejor o peor recibido que éste o aquel otro, cuando en su lógica –y en la lógica más simple- cuando un Papa recibe a alguien se propone ni más ni menos que escucharlo.
Luchó contra los prejuicios, pero lo hizo desde una postura poco frecuentada: la del amor. Es que su fidelidad a Cristo y a la Iglesia manifestaba en todo momento una coherencia notable. Frases como “amar quiere decir dejar de estar en el centro” son mucho más que una idea ingeniosa, así como su insistente exhortación a perdonar no fue –ni es- simplemente un gesto exterior de cortesía.
Practicó a fondo y llamó a todos a vivir la caridad fraterna sin limitaciones ni condicionamientos: en una oportunidad recordó a los feligreses que “Dios no se asusta nunca de nuestros pecados, porque ya los pagó” con la muerte de Cristo en la Cruz.
Finalmente, su profunda y sólida fe lo preservó de ceder ante las presiones a que se vio sometido en numerosas ocasiones por diferentes centros de poder o influencia. Se mantuvo fiel a la ortodoxia en materia de doctrina y actuó en todo momento de acuerdo con aquello que enseñaba desde la más alta cátedra de la Iglesia, a la que amó incondicionalmente.
Fue incluso leal con su primera elección como Papa: la del nombre de Francisco, en recuerdo de aquella figura única del joven de Asís que abandonó una previsible vida de holgura para dedicarse a la atención de los últimos, en medio de la incredulidad de sus viejos amigos.
Quizá ese llamado al desprendimiento –no sólo material- esté entre los principales elementos de su legado. Lo cierto es que habrá derecho a hablar de la “Iglesia post-Francisco”, dentro de la cual la clave de comprensión sea el amor.